martes, 29 de diciembre de 2009

Poesía para no ser leída con los ojos

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El fuego huele a sol
cuando rendido se agranda
en lo eterno y presente.

Cristales de una soledad inquieta,
soy el puño de la mañana,
el poeta que acaricia el corazón
del que vive en cada sonido
la batalla de una sinfonía.

Parece pulso, aroma que estalla,
absurda mariposa de acero.
La urgencia llena su minuto,
me vuelve luz, alimento voraz,
la calma espesa de la muerte,
el viviendo y el aún.

Bajo el rostro acaricio tu infinito,
susurro voces mudas,
me despierto ayer
y sigo dormido.

La vida es una nube negra por fuera del tiempo.
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N.R.

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O sea, seamos sinceros, no tengo la más perra idea de métricas en cuanto a poesía, lo escrito escrito fue, de esta forma, con esta arbitrariedad caprichosa y esta subdivisión aleatoria. Estos versos, palabras, frases cortas, nacieron en la heladera, y de ahí a la computadora, lo cual me hace pensar que más que poesía todo esto es más una conversación entre electrodomesticos que otra cosa.
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lunes, 28 de septiembre de 2009

Novela sin nombre - Cap. 36

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"...No siempre es la mirilla en la puerta, el papel de buen voyeur, a veces es otra cosa, es una mujer que me habla, una convención de cigarrillos mojados y ventanas abiertas, viendo la brea estática sobre nuestras cabezas. A veces es eso que me arrastra, una nostalgia del futuro, las ganas de más momentos como ese, donde el tiempo se estanca y no pasa, donde estamos como hundidos en lo áspero, ingobernables...."
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N.R.

jueves, 27 de agosto de 2009

Cap. 35

"Se buscaba en esa demora de entendimiento, y de algún modo se preguntaba si podría permitirse la felicidad antes de la muerte. En momentos así se imaginaba la última bocanada de aire entrando en su boca como un gran copo de algodón, la llave entreabriendo una puerta, el espacio liberándolo del peso, la física, ya por fin contrahecha e inentendible. Una muerte blanca definitiva. Con los ojos cerrados se veía de pie entre las cruces de madera y los artificios funerarios: la mala muerte. Las tumbas y el sonido del viento le llegaban entrecortados, todo parecía moverse en otra modalidad del tiempo, en otro estado de causas y efectos, mucho más allá, mucho más como sensaciones vivas, desflorándose frágiles en su oído y su tacto. Una humedad apagada que le pasaba sus hilos por la cara una y otra vez hasta el asco, hasta que al final se decía en un grito «¡ya basta de tanto!, ¡ya basta de todo!» y tenía que salir a la calle a respirar ciudad y meterse en algún bar, en algún cine: había que meterse donde fuera con tal de no meterse en uno. Meditaba, y en el reposo era el combate, sus costados débiles, los agujeros de sombra que regurgitaba como si fuesen moscas que salían de su boca. Luchaba desde esa quietud inquieta, desde esa ciudadela en ruinas de sí mismo."
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Escribir se me vuelve a veces como una suerte de conjura contra mi mismo. Un hermetismo pronunciado que caduca en cuanto se me lee.
Ahora mismo, mientras publico estas palabras, dudo que algún curioso par de ojos se les acerque, lo que las convierte en una pérdida total de mi tiempo.
Así todo...
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N.R.

lunes, 6 de julio de 2009

Parte demasiado reciente de alguno de los capítulos de la novela

"Mechi, si vieras el día como yo lo veo, un caldo recociéndose eternamente en una urgencia, tan fuera de sí, fuera de todos nosotros. Sé que es algo que te tiene sin cuidado, que para vos la urgencia es una falacia, que el tiempo se te da con una simetría de café con leche, tostadas y oficina, como en una cuadratura cósmica indiscutible e inalterable. No lo ves, no ves mi necesidad de apurar las cosas, mi miedo a no existir, los ojos de mi madre clavados en mis sienes como fantasmas, vertiéndose filo sobre mis cuadernos. La inminencia de todo, el perfume a tierra negra, humedecida por una tormenta que aún no cae, que se sostiene en el aire. No lo ves porque no te toca, porque vos no sos en esto, este vómito multicolor que me sube de pronto, vos estás más allá, de alguna forma sos eterna, Mechi, Mechita, no te alcanzan las carabinas del tiempo."
N.R.

martes, 23 de junio de 2009

Cap. 35 (fragmento)

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"...El cuerpo de Mechi se erigía como un altar o un tótem en medio del comedor, perpendicularmente a toda esa horizontalidad de Ezequiel, a esa falsa quietud que aparentaba. Efímero, mortal, pensativo, él se dejaba apartar de todo en un silencio de ingeniería, en un momento de sinceridad absoluta. Ahí estaba, tendido en sus inseguridades, con el bocado de sus miedos a medio tragar, empantanado y silencioso, en una maraña de frazadas que empezaba a molestarle. Sus miedos eran siempre el mismo exacto abanico, ese conjunto que componían la muerte, el tiempo, y el sentir que no tenía control sobre ninguno de los dos. Pensaba, entonces, que las pequeñas cosas no tienen tiempo, simplemente suceden. Si uno pudiera tan solo suceder. .."

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N.R.

sábado, 23 de mayo de 2009

Cap. 35 (fragmento)
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"...Había en el aire cierta pretensión de eternidades, un celo indecible y liviano, una angustia blanca diminuta que entraba y salía de Ezequiel. Pensaba con los ojos en el techo, que su infancia se había esfumado en esa última mirada a su madre, en esa despedida atroz y necesaria. Por qué será que crecer requiere esa violencia, ese arrebato bruto hacia la propia soledad..."
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N.R.

miércoles, 15 de abril de 2009

Otro fragmento de cap. 32 de una novela incompleta

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"...En su constante resistencia a caer había cierto estoicismo, cierta soberbia de la especie (y él odiaba la especie, y odiaba conformarla, sin embargo, a veces se veía embarrado hasta el cuello en ella). Mépris lo observaba mudamente. Se sintió falso y despedazado bajo el filo de esos ojos, no sabía bien por qué se sumergía en esa amargura deprimente y hostil, por qué todo se le volvía extraño y como ajeno en esa hora en que las alusiones suelen volverse más ininteligibles y un poco estrambóticas, si se quiere. Era del tipo de los que sienten una debilidad por los estados bajos, una especie de comodidad, aunque esa no fuera exactamente la palabra. Tuvo siempre esos arrebatos, esos desboques hacia otros signos, signos duros, que a lo largo de los años lo fueron perfilando a una naturaleza extraña. De niño, esa “obsesión” lo llevaba a ir en mitad de la noche a escuchar la respiración de su padre; el terror latente a quedarse solo. Se arqueaba sobre él en la penumbra y lo observaba con detenimiento, con angustia. Así permanecía unos minutos, respirando agitadamente, hasta que volvía a su cuarto y se dormía agotado. Lo había hecho durante años, y ahora, después de mucho, le venía a la cabeza esa misma sensación amarga, ese grito contenido en medio de la oscuridad.
Las acciones de un hombre tienen siempre el tamaño de su circunstancia, pensó abstraído. ¿Cuál era entonces la circunstancia de Ian? ¿Qué clase de sombra lo mantenía en esa espiral de oscuridades, en ese laberinto recóndito? El gato maulló, porque los gatos maúllan. En los albores de la ciudad comenzaba a anochecer, y Ezequiel sintió que necesitaba una tregua. Es curioso como, internamente, pensó en esa palabra, “tregua”, como en una especie de llave mágica, un pañuelo blanco arrebatado por el viento. Mechi lo besó largamente en la boca, recién entonces pudo respirar aliviado, como si el beso lo devolviera a la superficie y a la vida, luego de haber estado sumergido por horas en el fondo de un pozo..."
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N.R.

viernes, 3 de abril de 2009

Fragmento del Cap. 32

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"Algún vestigio de la tormenta se vería en sus ojos marrones, ella, sin embargo, no le preguntó nada, buscó leer los signos, las metáforas de angustia. Había una dulzura infinita en sus movimientos, un genuino amor que se traslucía en toda aquella escena muda de mirarse y presentirse. A Ezequiel le vinieron a la cabeza las palabras de Ian, con la obstinación de las olas golpeando los acantilados de piedra. Ian asesino, Ian verdaderamente asesino, ¿por qué no?, si todo era tan absurdo. Aunque muy probablemente no, pero entonces… Entonces, Mechi, tu caricia me salva. Dejá que esas manos se traguen esta inseguridad idiota. Sabés, hay que encerrarse en el destierro más infame, esa lucha solitaria que todo escritor libra consigo mismo a la hora de escribir, ese manotazo en la oscuridad que, a la larga, supone un espejo. Y quizá entonces sí, esa muerte, como aquella otra muerte, la pequeña caja de madera lustrosa de la que todavía no te hablé, hayan sido significativas en algún escaso punto, y las visiones de esta realidad acaben teniendo sentido.
Ezequiel le besó las manos. Le dijo:
-Todo en Ian es tan absurdo.
Ella apenas si asintió con un movimiento leve de la cabeza, un pendular hacia delante y atrás casi imperceptible, un sí que encerraba ovillos sin punta, misteriosos enigmas. En el vano de la puerta creyó ver una sombra, pero no de cualquier tipo, no una mancha oscura sobre un fondo de claridad, sino una especie de diminuta fosforescencia negra, gateando hasta frotarse contra su pantalón gris.
El gato movía la cola atigrada de un lado para el otro, y ese gesto que en los perros denota felicidad, alegría por un reconocimiento o una recompensa, en los felinos es el gesto inequívoco del desagrado, del fastidio y hasta del desprecio. Sin embargo, él frotaba su cuerpecito en aquellas piernas una y otra vez inocuamente.
-¿De dónde salió? –preguntó Ezequiel.
-Sólo volvió –dijo ella como ya resignada a esa otra presencia.
-Supongo que ahora, entonces, tendré que escribir. Pequeña bestia, ¿adónde vamos con todo esto? ¿Qué clase de mandato estoy cumpliendo?
-Mépris.
-¿Qué? –dijo él, que creía no haber escuchado bien.
-Pequeña bestia no, se llama Mépris.
-¿Desprecio?
-Sí.
-¿No te parece un poco snob? Godard, digo. Es casi como nombrarlo Roquentin o Rakólnikov, una petulancia. ¿Por qué, entonces, Mépris?
-Porque se llama así.
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De sobra sabía que no arribaría a otro tipo de entendimiento, porque, de hecho, no lo había, era eso y nada más: Mépris, mucho gusto, encantado. El gato se pasaba la lengua por las patas con verdadera unción, parecía contento con su nuevo nombre, casi hasta orgulloso de ser Desprecio. Ezequiel entrecerraba los ojos y meditaba sobre algunas de las cosas que lo mantenían despierto por la noche. Trató de obviar el tema celos y dedicar su tiempo en otras cuestiones tal vez menos geométricas. Así, la marea de sus pensamientos lo fue arrimando lánguidamente a las costas del pesimismo y la inmensidad, y de a poco, todo él fue ensombreciéndose en el poniente de sus cavilaciones. Es el tiempo reclutando relojes, pensó, la marcha muda hacia el final aciago (¿Qué final? ¿Por qué tenía que ser aciago?). Era idiota detenerse a pensar en eso, o no lo era en absoluto. Las manos sostienen el peso hasta el desgarro, los ojos miran el humo en la distancia y ven formas siempre nuevas. ¿Y qué si el final traía consigo desgracia? ¿Acaso las nubes no traen tormenta? Se sintió abatido..."
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N.R.