martes, 30 de noviembre de 2010

XXVI.


Escribir bajo un cielo negro, bajo un techo de yeso, desde un balcón mirando hacia abajo, escribir en la bañadera, en el subterráneo, en los cordones de todas las avenidas de Buenos Aires, sentado en el suelo de tierra, en las baldosas quebradas de un patio abierto, escribir pensando en nada, en todo, escribir como ejercicio mental, filosófico, moral, escribir en otoño, en primavera, en invierno, escribir en verano, escribir sobre la muerte y sobre la espera, escribirle al tiempo, a la mujer, al lado femenino de toda masculinidad, escribir descalzo, desnudo, escribir palabras que no conozco, jugar con sus sonoridades, escribir mierda sin dejar de escribir oropéndola, escribir bajo la sombra lila de un jacarandá, escribir a máquina, con lápiz, con birome, pluma fuente, con imanes, escribir poesía, ficción, realidad, mezclarlo todo, escribirlo todo, como sea, escribir vida, grieta, luz, sombra, escribir paredes, bancos de plaza, escribirse la piel, dejar marca, escribir en la marca ajena, en la piel otra, escribir con y sin diccionario, desde abajo, por arriba, escribir en boletos de colectivo, en cuadernos y anotadores, escribir mentalmente mientras se ama, mientras se coge, escribir en un tren que va al mar, en un micro de larga distancia que se aleja acercándome, escribir mientras se lee, mientras se sueña, entre la quinta y la sexta taza de café con leche, de madrugada, escribir en las servilletas de un bar cualquiera, escribir como quien respira, escribir con los ojos cerrados, con los poros abiertos, enhiesto, petrificado, duro de literatura, mirando de lleno en el laberinto, corriendo siempre.
...
..
.

Nicolás Reffray.

sábado, 20 de noviembre de 2010

XIX.


.
..
...
Ahí está la luna, como un resto de nube más,
anónima en el firmamento claro de las seis de la tarde.

Ahí, luna, media pelota prendida del aire,
una fosforescencia tímida que investiga en la tarde los colores del día y el movimiento,
que ahoga los cielos con su pasividad menguante
y se trasunta en poemas de juventudes que miran para arriba.

Efímera en su noche de luz caída,
en su tiempo justo de oscuras prepotencias.

Luna, puta confundida de nube, amnésica, ectoplás­mica,
¿saben, acaso, los hombres mirarte?
Saben jurarte, saben prometerte. Eso sí.

Luna de espanto, dulce luna de tiempo,
somos los hombres tus satélites.
...
..
.
Nicolás Reffray.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

XXIII.


.

..

...

Sumo fantasmas a una revolución de moscas,

a un fogueo entre hermanos,

a una ciudad de sombras.

Y hay en ello un placer oculto,

una soledad desesperada que adorna la ausencia,

que conmueve a la muerte,

que me siembra sus dudas.

...

..

.

Nicolás Reffray

viernes, 22 de octubre de 2010

XX


...

..

.

Las

voces

tiemblan

en el

muro

de la

noche

como

cristales

en el aire

.

..

...

Nicolás Reffray



sábado, 2 de octubre de 2010

XVI

Me pedís eso que no tengo, eso que claramente no soy,
pero tu deseo no sabe de excusas, de postergaciones.
Tu deseo se come al tiempo,
se desviste de sombras,
se viste con mi deseo,
y yo soy ese espejo velado,
ese velo espejado,
ese canto de sirenas que conduce a la muerte,
a la muerte de ese deseo que está ausente.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

X.





Pienso en libertades libadas,
en hondas libertades amputadas,
en versos que no son y que deberían serlo a fuerza de espanto.
Soy el otro que invade con sus manos el movimiento,
con su lengua la hondonada,
con su oquedad la virtud.
Que se cierra y encierra en sí todo el bocado de la muerte.
Todo es sombra que conmueve,
que se derrama en unas palmas abiertas,
en unas manos que aplauden,
en una luna que tiembla.


martes, 14 de septiembre de 2010

Usted y yo

Usted a esta altura debería saber lo que me molestan las tardanzas, que me preocupo porque demora, porque no llega. Pasan veinticinco minutos ya de las seis de la tarde. Me anega pensar qué podrá haberla retrasado, qué la retiene ahí donde esté, qué nefasta coincidencia no le permite cumplir con este acuerdo de amigos, de amantes, de tantos años.
Un cigarrillo atrás de otro, parado en plena vereda, a las puertas de este café, de este mismo café que volvemos a elegir siempre con un sigilo que nos provoca escalofríos, y que a la vez, creo, tiene también algo de sentimental para los dos.
Pudiera ser acaso obra del tráfico, o un paro de colectivos, o tal vez y sólo tal vez, que una urgencia familiar de última hora. Pero entonces veo un mechón de pelo rubio asomarse por la boca del subte, apurados los pasos en las escaleras que escapan a ese mundo subterráneo, a ese cavernario laberinto infraterreno donde no llega el sol, y mi corazón da un tumbo, lo siento vertido por todos lados. Pero no, no es usted, no son sus facciones en esa otra cara que es idéntica a las tantas otras caras que no son usted. Repaso nuestra charla telefónica de esta mañana. Usted en la oficina sobre el patio cubierto, ocultando la voz porque ahora no podía hablar, yo desde la cabina que está frente a los Tribunales, sobre Lavalle. Seis de la tarde en el café de siempre, y su voz había sonado fría y seca, pero sería porque quizás Enrique o Lerman, porque quizás Ingrid o Aidé. Había dicho que estaba bien, que a las seis entonces, adiós. Nada más.
Otro cigarrillo que se me consume entre los dedos, y al atado le van quedando pocos, dos o tal vez tres. Mi mal necesario. Entonces me entra una angustia acá. Pienso que tal vez las cosas hayan cambiado entre nosotros sin que yo lo notara, que el tiempo con su obraje mudo haya desanudado quizás los lazos entre ambos, y que ya no nos una un presente, sino más bien un pasado pluscuamperfecto, una realidad otra, de desencuentro, de cosa que ha sido y que ya no es. La angustia se me apelotona en la garganta. Ahora me siento un idiota por suponer que vendría –van a ser las siete y diez–, y que quizás, después, un cuarto de hotel o la cama en la pensión. No, usted no va a venir. Después, claro, en otro momento, otro lugar, llegará y esparcirá sobre la mesa, entre el café y la azucarera, una de esas excusas infames que no engañarían a un niño, y me besará. Me besará como tantas veces me ha besado, sosteniéndome la barbilla para que no me escape. Y yo me olvidaré de Lerman y de Enrique, del sabor amargo que tendrá en la boca al besarme, de que ese sabor es la confirmación de que Lerman, de que Enrique, de que siempre ha sido así. Entonces hablaremos. Me contará sus cosas, esas confidencias de amigo, de amante, de tantos años, porque una cama nos convierte en amantes como el fuego convierte al papel en cenizas. Ahora usted no va a venir, eso lo sé. Entonces todo se precipita. Delante mío, un vaso de vermouth, un plato con papas fritas, usted al otro lado de la mesa contándome sobre la oficina, y que Aidé y que Ingrid. Pero no, usted no va a venir, claro que no va a venir, pero sin embargo acá está, la veo, sonríe, me sonríe. Su boca a una mesa de distancia, aunque no vaya a venir nunca, su boca está ahí, comiéndome entero junto con las palabras y alguna que otra papa frita. Yo entro y sus palabras salen, nos chocamos de frente, ellas y yo, nos embestimos en su garganta, nos dejamos. Ahora usted calla, los dos callamos, observándonos largamente. Yo enciendo un cigarrillo.
Al final creí que iba a ser sólo yo, también usted creyó eso, que no vendría, por un momento creyó que no vendría. Ahora por fin me siento vivo, vivo y lleno de verla que está conmigo como antes, y me mira, y me cuenta no sé que cosas de no sé que tiempos en que usted y yo, en que ni Lerman ni Enrique: usted y yo.
Nicolás Reffray

martes, 7 de septiembre de 2010

Mes Moments Perdus


Aletea, deuda negra de días y horas rotas,
deuda de filos y ojos miopes, dulces, maquillados.
Aletea la poesía impertérrita, dudosa, sin cadencia, sin amor.
Mis momentos perdidos.
No hay observación ni eje, no hay final de frase,
completitud, círculo cerrado, todo se abre, nada se cierra.
Para qué las cosas obvias, los supuestos ordinarios.
Para qué si en cada eclipse,
en cada copo de aire respiro la poesía de las palabras y los silencios.
Caigo sobre el fondo de todos mis días.
¿Qué hay en el párrafo final?
Caen las gotas en el vidrio,
son una condensación de la nostalgia,
un espacio de sombras y puntos de polvo que se esparcen por el aire,
que se insertan en los gestos de lo prosódico,
de lo inconsistente.

Miro lo que no debería mirarse,
el vacío.
Lo miro de frente, a los ojos,
y el vacío sonríe, me guiña una pierna.

Estamos agolpados y solos, inevitables.

Yo que amo conozco la belleza absoluta,
pero ella no es mía, ella no tiene dueños.
La belleza dulce y absoluta,
el abismo dentro del ojo,
la noche negra que cae una y mil trescientas veces
en ese abismo solitario para volver a resurgir como una caída florida.
Todo se desmiente,
las puestas de sol se trasvisten,
los petiforros y los croncos resignan al mundo.
Le jour infinite, la vie infinite.
Yo no espero a la letra,
yo no llamo a la letra para echarle encima mis ansiedades de hombre-niño,
mi literatura inmadura, mi poesía defectuosa. No.
Yo desvisto palabras que no son la letra,
que no son en la letra.

Yo desvisto palabras.



Nicolás Reffray

jueves, 1 de julio de 2010

El segundo suelo.


.

En tu casa de viento, en tu mortalidad de pájaro,
hay un único placer devorado por la repetición al
infinito de los bordes,
de la nebulosa vuelta café con leche,
madre pariendo desayunos y almuerzos,
besos en la frente.

La angustia inexplicable, la abulia inexplicable,
vos y yo como un par de libros viejos, sacrificados a los ojos.

Cae la noche como un bollo de papel, al calor de las sombras,
en la absoluta aquiescencia de su destino,
cae rodeada de velos y palmas en flor,
hasta el suelo, hasta el segundo suelo,
hasta ver la copa tiritando en tu mano
y no saberse más única.


Nicolás Reffray

viernes, 21 de mayo de 2010

XIII.
.
Estabas, vida sola, vuelta de lado en una cama de tiempo,
los días se acercaban sin tocarte y yo era el acolchado en donde el calor se dilataba,
en donde las hojas secas no terminaban nunca de caer.
Estabas, vida sola, en un edificio de departamentos,
en tu torre de piedra gris, en tu cubículo de encierro,
y yo era el estruendo de los truenos lejanos,
la electricidad en el aire, la complacencia rota.

Sabemos hacia donde, sabemos hasta cuando,
lo que no supimos develar fue la noche,
la noche noctámbula exhibicionista,
la noche boca abierta,
la noche contra el techo,
la noche esoterismo de humo de cigarrillo rubio.

Y en este escándalo de non sabere, estabas, vida sola,
deshecha y envuelta y temblando, incapaz de pensamiento,
pálida de palabras.
.
.
Nicolás Reffray

martes, 18 de mayo de 2010

Sin título.

.
En este momento te acabás de quedar dormida.
Qué curioso el instante, la precisión del instante en que el sueño te acuna, te lleva como una muerte de plumas y flores a un mausoleo de aire, a una ensoñación viva.

En este momento acabo de caer muerto de mirarte, ciego de tocarte roto y helado entre pasto y celosías que rechinan y se mueven con el viento de la noche, con el celo de los mares y las costas, acunado y muerto, sí, pero espejo, también espejo, filo de los párpados quietos, la sombra de una oscuridad rota y naciente.

Dormís tan calma, tan quinta de Mahler, y yo sombra, siempre sombra eterna de cristales y letras pardas sobre un papel blanco, escribiéndote desde el silencio y la soledad de tu compañía de sueño.
.
.
Nicolás Reffray

domingo, 25 de abril de 2010

Nouvelle, pequeña novela, cacho de literatura amorfa y desencajada

.
"Manuel había visto entreabierta la puerta que daba al parque, un viento suave y cálido la balanceaba apenas. Era viento norte, arrastrado por campos y ciudades a través de mares de gente, de cuerpos de hombres y mujeres dormidos, despiertos, dolientes. Abrió la puerta y vio el parque amarillo, completamente desierto; un parque infinito y vivo, que movía sus dedos marrones, sus dedos arbóreos, con pesadez y silencio. La sábana azul celeste del cielo estallaba entre ocres y amarillos, desparramando esquirlas, pedazos de infinito sobre los árboles. Dio unos pasos y las hojas comenzaron a croar bajo sus pies, tuvo una sensación de modorra instantánea, una conciencia del propio sueño trepándosele a los hombros como una especie de mochila inmensa. A medida que se alejaba de la casa el peso crecía, llamó a Amalia una, dos veces, pero la voz se perdía en lo amarillo, quedaba sepultada entre las hojas. Se sintió desnudo como el sauce, vacío como el viento, capaz de terminar su vida y entregarse a la ceremonia de la tierra, ceder, cederse, enamorado de lo inasible. De pronto tuvo la impresión de que lo espiaban, las cortinas y ventanas de todos los cuartos estaban abiertas pero no se veía a nadie, era como si algún visitante invisible hubiera decidido que había que ventilar los ambientes. La casa le pareció lejana y absurdamente grande, no había en ella más que sombras. Emprendió el retorno, primero caminando, después lanzado a una carrera frustrante, en la que, con cada paso suyo el monstruo parecía alejarse dos pasos más allá, como si bajo la alfombra amarilla de hojas muertas se ocultara una cinta que lo devolvía a la distancia, a mirarlo todo desde lejos. Manuel cerró los ojos, los apretó con fuerza, y sintió un mareo ligero, una náusea distante y como en sordina, al volver a abrirlos se encontraba en el porche, de frente a la puerta de madera. Cruzó el portal y entró a la casa. La primera sensación que tuvo fue de una profunda melancolía, provocada, tal vez, por la visión del otoño omnipresente, los ambientes como una prolongación del afuera. Cerró las ventanas, encendió una hornalla y se sentó en el suelo a respirar."
.
.
Nicolás E. Reffray

jueves, 4 de marzo de 2010

La Revolución de las Moscas

.
.
La primera vez había sido cosa de un segundo, como las imágenes en un sueño, que se dan fragmentadas, una ráfaga apenas en ese coma de siesta, ese coma que ahora se rompía con un ruido de golpe seco contra la boca, contra los oídos desvelados. Manuel sintió que se arrancaba a toda una quietud de manos y sombras contra el techo, que el pecho le ardía como un fuego de cristales ro­tos. Ahora le parecía que todo se había dado así, casi como parte de la misma fantasía de siem­pre, Amalia y el cuerpo desnudo de Amalia, de frente, tem­blando, entregada pero temblando, a una nada de distancia de sus manos. La veía taparse el sexo, pudibunda, ese sexo con­vertido en presa, ese horizonte a noventa grados que se vol­caba en sus ojos como una amenaza. La veía en una penumbra de cortinas que no se movían, en una sombra radiante de gato sobre la falda y trastos sucios. Así era Amalia a sus ojos, el color de las cosas a través del prisma Amalia y la soledad de la casa.
.
.
N.R.

jueves, 11 de febrero de 2010

"...A veces te veo así, cercana, aboliendo libros y servilletas, aboliendo el silencio, y aprieto la rosa en mi bolsillo, voy sintiendo los pétalos de cristal uno por uno con las yemas de mis dedos, como si estuviese tocándote un pie o una mano..."
.
.
N.R.