La prosa y el poema
La prosa no sabe del albedrío del poema.
Se la pasa tejiendo, ordenada, flagelante,
tramados conclusos, ficciones abiertas,
al otro lado del río, sin mojarse los pies.
La prosa y el poema
La prosa no sabe del albedrío del poema.
Se la pasa tejiendo, ordenada, flagelante,
tramados conclusos, ficciones abiertas,
al otro lado del río, sin mojarse los pies.
La mesa está servida, en el aire flotan el aroma a huevos revueltos recién hechos, pan tostado, cereales, fruta. El color del jugo de naranja contrasta con el blanco de la mesa y los frascos de mermelada. Gregorio se sienta y extiende pesadamente los brazos, inspira con una sonrisa los sabores que le esperan. Yo cebo el mate, me preparo una tostada y lo miro. La luz entra por la ventana abierta junto con la brisa de diciembre, que a esta hora todavía es fresca. El desayuno comienza, un poco de fruta, un sorbo de jugo, un bocado de huevos revueltos, pero el tiempo pasa y todo parece inalterado. La atención se le va en mil cosas invisibles a mis ojos, en un mundo interno que lo distrae. Grego… desayuná, le digo, y lo arranco de sí para traerlo a este otro mundo, seguramente más monocromático y opaco que el suyo, pero es por un momento nomás, enseguida se me vuelve a escapar. Me habla, y casi sin darme cuenta comienza a incluir palabras en otra lengua, conexiones y fórmulas que desconozco. ¿Qué cosa?, le digo, y me mira como si de pronto me hubiera vuelto muy muy viejo, y sintiera una ternura y una pena eternas por mí. Me quedo y lo observo entre mates. Me acuerdo de Hook, aquella película sobre Peter Pan, con Robin Williams, Dustin Hoffman y Julia Roberts. Recuerdo la mesa larga en Nunca Jamás, el banquete inacabable, las cientos de delicias que aparecían frente a los ojos de todos esos niños perdidos en cuanto las imaginaban. Era, pienso ahora, una hermosa metáfora, el banquete inacabable de su imaginación. Vuelvo a Grego y es exactamente eso: el banquete inacabable de su imaginación. Me relajo, lo dejo comer a su tiempo, al fin y al cabo, es sábado, no tenemos ningún apuro, ningún apuro en absoluto.
Había sido maravilloso, el reflejo en el agua sacudido por las ondas de un movimiento que no era otra cosa que la vida en el agua, el signo de una vida.
Y había sido maravilloso, las piernas enroscadas en una criatura de dos cabezas y dos cuerpos, pero un solo cuerpo, a veces, y las ganas de dar fruto, y las flores del verano.
Y había sido maravilloso, una mano buscando en los bolsillos una pelusa de otra voz y otro tiempo, un boleto a 75 centavos y la promesa del espanto y los viajes pactados.
Sí, había sido maravilloso recorrer las calles para ampliar el mundo, para redefinirlo y colorear los mapas, guarecernos abajo de un paraguas roto, en una ciudad con una lengua imposible.
Había sido maravilloso reconocernos en un beso, haciendo a un lado las diferencias, las incongruencias, mi ritmo lento en algunas cosas y la evidencia de un problema.
Había sido realmente maravilloso sentir que no había más que eso, que podíamos dejar de buscar, que el mundo era el mundo y nosotros, nosotros, a un costado de todas las cosas.
Pero, la vida.
Abrió los ojos, la luz de la mañana ya se metía por todas partes. Miró el techo. Era jueves. El elefante se movió haciendo tambalear unos libros en la repisa junto a la cama, y se acomodó sobre la alfombra, arrugando la trompa. Ella se puso de costado y lo miró a los ojos, a esos ojos grandes y húmedos que le hacían pensar en safaris africanos, en la figura de cerámica con el billete enroscado en la casa de su abuela, para la buena suerte, en el tatuaje de colores en el brazo de Flea, en el cuento de Elsa Bornemann. Las puertas y ventanas eran demasiado chicas para salir a dar un paseo. Estaban varados ahí, definitiva y concretamente, sin opción. Sabía que de alguna forma iba a tener que hablar en su trabajo, explicarles la situación; iba a tener que hablar con su novio, dejar de verse por un tiempo; iba a tener que plantear toda una serie de cuestiones que garantizaran la adecuación, la permanencia y la convivencia. Se paró e intentó llegar hasta el teléfono que estaba en el escritorio, pero le fue imposible, ya no tenía acceso a esa parte del cuarto. Suspiró sin resignación y acarició al animal detrás de una de sus orejas. Mientras lo hacía sólo pudo pensar en una cosa: ¿por qué el mundo seguía pariendo dictadores?
Nicolás Reffray
En 1975, Keith Jarret, uno de los pianistas de jazz más originales de los últimos cien años, visitó la ciudad Alemana de Köln (Colonia para nosotros). Eran los años del muro, de la segunda posguerra. Y las cosas por allá seguían en proceso de reconstrucción. Al mundo del jazz no le importan demasiado las cuestiones bélicas y las entradas se agotaron rápidamente. Todo el evento fue organizado por una joven de 17 años de edad, de nombre Vera Brandes. Vera, a pesar de su corta edad, ya venía organizando conciertos desde los 15, y se puede decir que contaba con cierta fama en el ambiente. Fue ella, en diálogo con Jarret, quien sugirió un piano Bösendorfer 290 Imperial, el cual fue mandado a traer especialmente. Ahí las cosas empezaron a torcerse. Hubo una confusión con el personal del teatro y el instrumento nunca llegó a tiempo, la sala ya se encontraba a tope y el reemplazo que lograron conseguir, un piano de media cola, también Bösendorfer, pero mucho más chico, utilizado para ensayos, se encontraba en pésimas condiciones. El panorama pintaba bastante mal, sobre todo que se trataba de un concierto de piano solo, es decir que no habían otros instrumentos que pudieran cubrir las deficiencias del sonido.
Jarret tenía por entonces 29 años, ya había tocado con músicos como Miles Davis, Art Blakey, Charles Lloyd, sabía de situaciones adversas, de cambios sobre la marcha, y no se iba a espantar con la perspectiva de tener que dar su concierto en esas condiciones. En definitiva eso era, también, el jazz. Se subió al escenario y la ovación fue unánime. Miró el instrumento como diciendo: “Bueno, acá estamos. Charlemos. Voy a hacer lo mejor que pueda para hacernos quedar bien, vos hacé lo tuyo…” Y ahí se dió una de las singularidades más hermosas del hecho concreto de hacer música. Por algún motivo que no se explica, la cosa fluye, la cosa va. Es un momento de conexión, primero tantea el terreno, acaricia algo invisible que sólo él consigue ver, no son ni las teclas, ni la madera, es otra cosa, una forma de aura que los envuelve a ambos, a él y al instrumento, y de a poco va desenredando una melodía tras otra, todas nuevas, todas salidas de ese momento particular, porque no existían antes y no existirán después. Improvisó durante más de una hora en aquel piano alemán desafinado, que tenía los pedales rotos, que era latoso y quebradizo, que le faltaba alguna cuerda, un piano que cualquier otro músico hubiera rechazado, Jarret no, porque sabía (¿lo sabía realmente?) que nada de eso tenía importancia. Nada. Como si la música no reparara en cuestiones técnicas, o sencillamente no tuviera tiempo para ocuparse de ellas, había que parir, había que decir, había que tocar, y había que hacerlo con urgencia.
Digo que es la música la que no sabe de todo eso, porque acá no es el músico, no es el virtuosismo fuera de este mundo de Jarret, es otra cosa, como si algo lo poseyera, lo usara durante un buen rato como a una marioneta. Es el momento de creer en misticismos, por más que, como buen ateo, me cueste admitirlo. El concierto es un éxito, la grabación se convierte en una de las joyas del género y uno de los discos en vivo más vendidos del mundo del jazz. Todo eso nace de una noche que prometía ser para el olvido.
Ahora, mientras escribo esto, siento que hay algo en toda la historia, el conjuro de la música vuelta podio y fijeza, una idea repetitiva que deja crecer una cosecha fecunda, un prodigio de la improvisación, hay algo en todo eso que es, sin más, literatura. Siempre creí que la música es una forma de literatura, una especial, sin palabras. La historia flota en el aire y todos la leemos con los oídos. En este caso, las melodías hablan por sí solas, pero aparte está todo ese contexto, adverso, particular, que de alguna manera busca al relato, lo busca desesperadamente, y desde la distancia, yo, en la otra punta del mundo, a casi 50 años de esa noche en la Köln Opera House, siento la necesidad de escribir sobre eso. No deja de resultarme curioso que se me imponga esta historia con tanta contundencia, como algo necesario, algo que pone sobre la mesa una manifestación de magia auténtica, como si pudiera leerse en todo esto que hay una dimensión que nos ronda, a la cual permanecemos indiferentes la mayor parte del tiempo, y que sólo por lapsos precisos, breves, únicos, se abre una grieta entre ambas, un paso, un puente. Jarret en trance frente a 1400 espectadores silenciosos, también en trance, y el puente se hace extensivo a todos ellos, a la dimensión invisible, al ritmo que se frena y recomienza para escribir en el aire. Le doy play nuevamente al disco y pienso: qué maravilla. Escucho y no percibo nada de toda esa precariedad del instrumento, no lo siento ni latoso, ni desafinado, ni mediocre; entonces lo sé, no estoy escuchando un piano tocado hace 49 años, estoy escuchando otra cosa, algo mucho más radical, una voz hecha de cientos de miles de otras voces, un canto sin cuerpo ni boca, que lo inunda todo, que lo altera todo, como en un temblor orgásmico del alma. Nunca estuve en una sesión de espiritismo (ni creo que lo esté jamás), pero siento que es eso, lo que se invoca, esa conexión entre mundos diferentes, lo que pasa con The Köln concert. Como siempre con todo, las cosas están ahí para quien sabe (y quiere) verlas.
Leonard Cohen: La poesía nunca estuvo en venta.
Por Nicolás E. Reffray
Leonard Cohen se va y mi sensación es que este mundo se pone un poco más opaco. Es lo que pasa siempre con la muerte de un poeta, el mundo se congela un poco, se vuelve más hermético, pierde brillo y nos va ganando el plástico. Pienso en la época en donde no existían las grabaciones, en donde escuchar a alguien cantar requería necesariamente de la presencia de ese alguien, vivo, dispuesto y ahí. Uno después podía, claro, reconstruir en su cabeza la melodía o evocar el timbre de voz, pero no había otro acceso posible a la voz. Faltaba lo otro, lo invisible, lo acusmático... Gracias por lo acusmático, gracias por ese puente por sobre el silencio y el olvido, artilugio mágico parido del siglo xx.
Ahora, mientras transcurro este primer día sin Cohen en el mundo y puedo dar play las veces que quiera, y escuchar su voz -grave como el fondo de todos los misterios- hay algo en mí que se conmueve hasta quebrarse, porque sé que es eso y sólo eso, que no hay más, ni libros ni poesía ni canciones, que el poeta ya no existe para seguir creando. Me acuerdo que llegué a Cohen a través de Nick Cave, y que lo escuché como si fuera algo que estaba ahí para ser escuchado por mi desde hacía mucho. Ahí estaba Cohen con su golden voice y su poesía, como un viajero eterno con su traducción del mundo en cada línea. Ahí estaba, diciendo y conjurando, dejándome que vea a través de sus ojos ciudades y personas, el desorden elemental que nos habita a todos en mayor o menor medida, el amor, las formas de lo oculto, esa grieta de luz en cada una de las cosas.
Tengo un librito de tapas duras con sus poesías y canciones, y eso -lo tangible que nos queda- es a lo mejor una súplica o un acuerdo con el olvido, una forma de lidiar con el vacío y la ausencia. "El recuerdo dura mientras estés vivo", volví a escuchar esa frase hace poco, y ahora pienso en Cohen, en Spinetta, en Bowie, en Lou Reed... No hay espejos para el poema, no hay habitaciones de hotel ni milagros que se puedan esperar, y es que la poesía nunca estuvo en venta, siempre fue un poco el copo de nieve o la hoja seca que el viento mueve a su antojo.
Copia Conforme, de Abbas Kiarostami.
Por Nicolás E. Reffray
Una copia conforme a un original que falta, que no está, que se reconoce como ausente. Y la ausencia se desdobla, amenaza con dejarnos a nosotros, los espectadores, huérfanos, mientras intentamos entender por qué a veces una copia no tiene diferencia con su original, o por qué, a veces, éste ha terminado por volverse inconsistente.
Asistimos a la preparación del terreno en dónde una relación se nos muestra con sus idas y vueltas, y en dónde nuestra idea de lo que creemos se redefine constantemente. Quedamos resguardados detrás de un velo, de un cristal -el de la pantalla-, observando las mil y una postergaciones de la relación humana, un avance que se detiene. La ambigüedad juega en clave de drama, de teleteatro políglota, y no hablar el idioma de la propia familia es en este caso un reclamo a ese original ausente que es el marido, el padre, que ha venido sólo para volver a irse. Da la impresión que Kiarostami utiliza las referencias al arte como una suerte de excusa. La contemplación de la obra falsa, del camino que se abre separándose, del amor que se enfría al otro lado de la mesa, todo resulta una excusa para decir otra cosa, para enfrentarnos a otra cosa, y es esa, precisamente, la función última del arte. Queda planteada una pregunta que no tiene respuestas inmediatas, que no ayuda a definir ninguna forma, sino que abre la puerta a otras preguntas. Evoca, alude, y nos deja de cara a nuestra subjetividad, a nuestra propia ceguera.
Los vaciados de Las puertas del infierno, de Auguste Rodin, son tal vez las copias sin original más famosas de la historia del arte de occidente, pero, ¿no es también, por caso, cualquier libro que hayamos leído una mera copia de un original ausente o, en todo caso, de un original que sólo conocerá el autor? ¿No son las fotografías copias? ¿No es la música una re-producción constante de un original evaporado en el momento mismo de su creación? Pensar en el concepto de original es circunscribirse a una materia cambiante, a algo que, pareciera, no llegará a estar acabado jamás. En el film, este padre y esposo, este original in absentia, es instado a firmar, a autentificar sus copias, a dejar una marca presente. Quizás se trate de un guiño o de una evocación anticipada a ese último intento del personaje de Juliette Binoche por retener lo imposible.