Usted a esta altura debería saber lo que me molestan las tardanzas, que me preocupo porque demora, porque no llega. Pasan veinticinco minutos ya de las seis de la tarde. Me anega pensar qué podrá haberla retrasado, qué la retiene ahí donde esté, qué nefasta coincidencia no le permite cumplir con este acuerdo de amigos, de amantes, de tantos años.
Un cigarrillo atrás de otro, parado en plena vereda, a las puertas de este café, de este mismo café que volvemos a elegir siempre con un sigilo que nos provoca escalofríos, y que a la vez, creo, tiene también algo de sentimental para los dos.
Pudiera ser acaso obra del tráfico, o un paro de colectivos, o tal vez y sólo tal vez, que una urgencia familiar de última hora. Pero entonces veo un mechón de pelo rubio asomarse por la boca del subte, apurados los pasos en las escaleras que escapan a ese mundo subterráneo, a ese cavernario laberinto infraterreno donde no llega el sol, y mi corazón da un tumbo, lo siento vertido por todos lados. Pero no, no es usted, no son sus facciones en esa otra cara que es idéntica a las tantas otras caras que no son usted. Repaso nuestra charla telefónica de esta mañana. Usted en la oficina sobre el patio cubierto, ocultando la voz porque ahora no podía hablar, yo desde la cabina que está frente a los Tribunales, sobre Lavalle. Seis de la tarde en el café de siempre, y su voz había sonado fría y seca, pero sería porque quizás Enrique o Lerman, porque quizás Ingrid o Aidé. Había dicho que estaba bien, que a las seis entonces, adiós. Nada más.
Otro cigarrillo que se me consume entre los dedos, y al atado le van quedando pocos, dos o tal vez tres. Mi mal necesario. Entonces me entra una angustia acá. Pienso que tal vez las cosas hayan cambiado entre nosotros sin que yo lo notara, que el tiempo con su obraje mudo haya desanudado quizás los lazos entre ambos, y que ya no nos una un presente, sino más bien un pasado pluscuamperfecto, una realidad otra, de desencuentro, de cosa que ha sido y que ya no es. La angustia se me apelotona en la garganta. Ahora me siento un idiota por suponer que vendría –van a ser las siete y diez–, y que quizás, después, un cuarto de hotel o la cama en la pensión. No, usted no va a venir. Después, claro, en otro momento, otro lugar, llegará y esparcirá sobre la mesa, entre el café y la azucarera, una de esas excusas infames que no engañarían a un niño, y me besará. Me besará como tantas veces me ha besado, sosteniéndome la barbilla para que no me escape. Y yo me olvidaré de Lerman y de Enrique, del sabor amargo que tendrá en la boca al besarme, de que ese sabor es la confirmación de que Lerman, de que Enrique, de que siempre ha sido así. Entonces hablaremos. Me contará sus cosas, esas confidencias de amigo, de amante, de tantos años, porque una cama nos convierte en amantes como el fuego convierte al papel en cenizas. Ahora usted no va a venir, eso lo sé. Entonces todo se precipita. Delante mío, un vaso de vermouth, un plato con papas fritas, usted al otro lado de la mesa contándome sobre la oficina, y que Aidé y que Ingrid. Pero no, usted no va a venir, claro que no va a venir, pero sin embargo acá está, la veo, sonríe, me sonríe. Su boca a una mesa de distancia, aunque no vaya a venir nunca, su boca está ahí, comiéndome entero junto con las palabras y alguna que otra papa frita. Yo entro y sus palabras salen, nos chocamos de frente, ellas y yo, nos embestimos en su garganta, nos dejamos. Ahora usted calla, los dos callamos, observándonos largamente. Yo enciendo un cigarrillo.
Al final creí que iba a ser sólo yo, también usted creyó eso, que no vendría, por un momento creyó que no vendría. Ahora por fin me siento vivo, vivo y lleno de verla que está conmigo como antes, y me mira, y me cuenta no sé que cosas de no sé que tiempos en que usted y yo, en que ni Lerman ni Enrique: usted y yo.
Un cigarrillo atrás de otro, parado en plena vereda, a las puertas de este café, de este mismo café que volvemos a elegir siempre con un sigilo que nos provoca escalofríos, y que a la vez, creo, tiene también algo de sentimental para los dos.
Pudiera ser acaso obra del tráfico, o un paro de colectivos, o tal vez y sólo tal vez, que una urgencia familiar de última hora. Pero entonces veo un mechón de pelo rubio asomarse por la boca del subte, apurados los pasos en las escaleras que escapan a ese mundo subterráneo, a ese cavernario laberinto infraterreno donde no llega el sol, y mi corazón da un tumbo, lo siento vertido por todos lados. Pero no, no es usted, no son sus facciones en esa otra cara que es idéntica a las tantas otras caras que no son usted. Repaso nuestra charla telefónica de esta mañana. Usted en la oficina sobre el patio cubierto, ocultando la voz porque ahora no podía hablar, yo desde la cabina que está frente a los Tribunales, sobre Lavalle. Seis de la tarde en el café de siempre, y su voz había sonado fría y seca, pero sería porque quizás Enrique o Lerman, porque quizás Ingrid o Aidé. Había dicho que estaba bien, que a las seis entonces, adiós. Nada más.
Otro cigarrillo que se me consume entre los dedos, y al atado le van quedando pocos, dos o tal vez tres. Mi mal necesario. Entonces me entra una angustia acá. Pienso que tal vez las cosas hayan cambiado entre nosotros sin que yo lo notara, que el tiempo con su obraje mudo haya desanudado quizás los lazos entre ambos, y que ya no nos una un presente, sino más bien un pasado pluscuamperfecto, una realidad otra, de desencuentro, de cosa que ha sido y que ya no es. La angustia se me apelotona en la garganta. Ahora me siento un idiota por suponer que vendría –van a ser las siete y diez–, y que quizás, después, un cuarto de hotel o la cama en la pensión. No, usted no va a venir. Después, claro, en otro momento, otro lugar, llegará y esparcirá sobre la mesa, entre el café y la azucarera, una de esas excusas infames que no engañarían a un niño, y me besará. Me besará como tantas veces me ha besado, sosteniéndome la barbilla para que no me escape. Y yo me olvidaré de Lerman y de Enrique, del sabor amargo que tendrá en la boca al besarme, de que ese sabor es la confirmación de que Lerman, de que Enrique, de que siempre ha sido así. Entonces hablaremos. Me contará sus cosas, esas confidencias de amigo, de amante, de tantos años, porque una cama nos convierte en amantes como el fuego convierte al papel en cenizas. Ahora usted no va a venir, eso lo sé. Entonces todo se precipita. Delante mío, un vaso de vermouth, un plato con papas fritas, usted al otro lado de la mesa contándome sobre la oficina, y que Aidé y que Ingrid. Pero no, usted no va a venir, claro que no va a venir, pero sin embargo acá está, la veo, sonríe, me sonríe. Su boca a una mesa de distancia, aunque no vaya a venir nunca, su boca está ahí, comiéndome entero junto con las palabras y alguna que otra papa frita. Yo entro y sus palabras salen, nos chocamos de frente, ellas y yo, nos embestimos en su garganta, nos dejamos. Ahora usted calla, los dos callamos, observándonos largamente. Yo enciendo un cigarrillo.
Al final creí que iba a ser sólo yo, también usted creyó eso, que no vendría, por un momento creyó que no vendría. Ahora por fin me siento vivo, vivo y lleno de verla que está conmigo como antes, y me mira, y me cuenta no sé que cosas de no sé que tiempos en que usted y yo, en que ni Lerman ni Enrique: usted y yo.
Nicolás Reffray