Hostil, la palabrita me tamborileaba sobre la lengua metafísica, sin poder liarla a nada. De hecho la palabra en sí misma se me mostraba hostil, así, desasida de toda cosa.
La hostilidad relampagueaba entonces en el cielo de la hoja (a veces vuelvo al anotador o las hojas sueltas) mostrándome cuan absurdo era el hecho de estar frente a una palabra, que no dejaba de ser una cadena de letras melodiosamente estructuradas, con un significado y una vida antes y después de mí y mi intento de aliarla a mi propia literatura; y era idiota como le daba vueltas y más vueltas buscando urdir un plan de simpatía y repugnancia para ser leído en voz muerta, en los ratos de ocio de las demás palabras escritas.
Yo mismo soy un tanto hostil en mi trato con algún que otro amigo al que siempre olvido llamar. No había sido siempre así –esta austeridad en las amistades–. Habían estado Ferreira y los López (aunque eso había sido en otra época, claro), Lucas y Pablito Suárez, la barra, como le gustaba decirle mi viejo a todo ese grupo, del que ahora solo (me) quedaba Ián.
Uno se vuelve menos… menos retórico tal vez, y se va quedando con otro tipo de cosas. Mucha menos oratoria, o tal vez mucha más. Ián, por ejemplo, adora soliloquiar encubiertamente, y a mí me gusta fingir que no me doy cuenta. Pero después de un rato, empiezo a sentir ese olor a brea caliente que se mete en el cerebro por la nariz, por los oídos, que parece empastar toda la maquinaria intelectual hasta volvernos unos brutos beatos, unos bárbaros. La brea de la oratoria atrofiada, nefasta y vomitiva, que fluye, pero está estancada.
Siempre veneré esa capacidad fascinante y aberrante a la vez de desdoblarse de uno que tienen algunas personas. Yo mismo, de hecho, y a fuerza de intentos truncos, consigo alejarme alguna que otra vez de mí para escuchar lo que digo en voz muerta, y castigarme por las palabras o sentirme vivo, da igual.
Ián con su perorata se zambulle en sí mismo, alejándose de sí. Es el desdoblarse; desdoblarse como en un espejo, esa ilusión de simultaneidad horrenda, que nos permite acomodarnos el sombrero o el vestido sin tener que confiar en la palabra del otro; esa autosuficiencia humana, ese tufo a egolatría que se parece tanto a la brea tibia.
Siento el flechazo en la pantorrilla, la garra diminuta y letal, el oleaje abominable de dolor que se cierne sobre la pierna y arquea el cuerpo todo.
Gato del demonio, ignaro demente, cómo es que acabamos en esta desproporción de condiciones. A veces todo es legal, todo está claro. Yo escribo de todos modos sin las presiones (aunque de vez en cuando viene bien un correctivo).
-¿Quién era Ferreira? –pregunta Mechi, que leía de pie detrás mío.
-Me asustaste. Un amigo de otra época. Hicimos la secundaria juntos en Suárez.
-Hm ¿Y hace mucho que no lo ves a ese Ferreira?
-Hace. Pero sabés que con los años… los amigos, yo… se me fueron volviendo algo bastante prescindible. Ián es una especie en extinción.
-Vos y tu lista negra…
Mechi les pone alimento a las perras y abre las cortinas, la luz entra por todos lados como rabiosa. “El cuarto parece mucho más grande cuando está ella”, pienso.
-Es más que una lista negra, es otra cosa. Cuánto habré puteado contra ese concepto de amistad que me parece tan, tan... absurdo, por llamarlo de algún modo. Egoísta, también.
Esos tipos que se dicen llenos de amigos, qué me van a decir, que tienen una relación real de amistad con cada uno. No existe, son unos debiluchos del espíritu que no saben estar solos, y se rodean de personas para sentirse más a resguardo. Así todo, siguen solos, y esa soledad-estando-acompañado es tanto más detestable que la otra, porque esa ya no abriga esperanzas de ningún tipo. ¿Cómo no ser un idiota en esos casos? ¿Cómo no? ¿Eh? No los juzgo, aunque sí, lo hago. Y mi lista negra me enorgullece. Así como lo oís, Mechita. No te rías, sabés que es verdad.
-Me río de tu ensañamiento, nada más.
-¿Saña? ¿Vos creés que es saña solamente?
-¿Cómo hacés para explicar tu amistad con Ián de tantos años, entonces?
-Ya te dije, lo de Ián es otra cosa, es una especie en extinción, un claro en plena maleza, una bengala estallando sola en el medio del cielo más negro de la noche. Y además no tengo nada que explicar, porque hay lo que no se explica, lo que conmueve desde algún lado que no se ve, que no se puede ver, que está implícito para siempre, desde siempre, y eso es único. Lo innombrable es único.
-Te escapás, te vas por la tangente, por el camino fácil, por la melaza poética que tanto me gusta. Quizá tu teoría de la amistad egoísta no está tan firme como vos decís. Ojo, que las excepciones a la regla terminan refutando la regla, eh. A lo mejor, quizá, a tu espíritu también se le da por flaquear, y tu manera de ponerte a resguardo es evitar el contacto; todo el compromiso que conlleva una amistad.
-Callate y dame un beso, vos.
Sonríe y me besa, sabiendo que las cosas siempre tienen una cara oculta que a veces no se deja ver con facilidad, y cuando por fin se muestra enmudece de repente. Sabe que en esos casos es mejor no insistir; me conoce, me sabe. Y sí, definitivamente el cuarto es tanto más grande cuando está en él.
Mechi había encendido un cigarrillo en la hornalla. El humo disperso en volutas, en esponjas azules sin forma le daba un aura blanda y tierna, arquetípica, que, de espaldas a la ventana, se dejaba ver en su incandescencia.
Los hombros se le recortan por el humo, se evanesce en mis ojos quietos. No tengo ganas de ponerme a evaluar la posibilidad de que quizá tenga algo de razón en lo que dice, que me escapo por los techos conocidos de la palabra en vez de... de... ¡Será posible!
Le quito el cigarrillo de los labios, le doy un par de secas mirando el suelo, enterrándome en las lonjas de madera, astillando la mirada. Hacía tanto que no fumaba. La mano izquierda en el bolsillo del pantalón, la derecha sosteniendo el cigarrillo, rozándome los labios, los ojos por el suelo. Claro que tenía miedo, claro que mi espíritu flaqueaba (¿no todos, por caso?), claro que ella lo sabía. Claro. Entonces me toma por la cintura y me quita el humo de la cara con un movimiento de la mano. Levanto la cabeza, el cigarrillo pegado al labio inferior, el hilo de humo azul que parece quieto en el aire. No quiero darle el gusto de decirle “tenés razón”, aunque ella lo sepa, aunque lo haya sabido desde antes de empezar a hablar, no quiero, pero de todos modos hablo, lo digo sin voz, habla mi expresión, mi manera de sostener el cigarrillo en el labio inferior, dejando que el humo me humedezca los ojos, habla mi silencio, mis ojos, en los cuales no puedo evitar que lea. Me atrae con dulzura, me abraza despacio. Desprende el cigarrillo de mi labio, intentando no lastimarme, y lo apaga en el cenicero de la mesita junto a la ventana.
La hostilidad relampagueaba entonces en el cielo de la hoja (a veces vuelvo al anotador o las hojas sueltas) mostrándome cuan absurdo era el hecho de estar frente a una palabra, que no dejaba de ser una cadena de letras melodiosamente estructuradas, con un significado y una vida antes y después de mí y mi intento de aliarla a mi propia literatura; y era idiota como le daba vueltas y más vueltas buscando urdir un plan de simpatía y repugnancia para ser leído en voz muerta, en los ratos de ocio de las demás palabras escritas.
Yo mismo soy un tanto hostil en mi trato con algún que otro amigo al que siempre olvido llamar. No había sido siempre así –esta austeridad en las amistades–. Habían estado Ferreira y los López (aunque eso había sido en otra época, claro), Lucas y Pablito Suárez, la barra, como le gustaba decirle mi viejo a todo ese grupo, del que ahora solo (me) quedaba Ián.
Uno se vuelve menos… menos retórico tal vez, y se va quedando con otro tipo de cosas. Mucha menos oratoria, o tal vez mucha más. Ián, por ejemplo, adora soliloquiar encubiertamente, y a mí me gusta fingir que no me doy cuenta. Pero después de un rato, empiezo a sentir ese olor a brea caliente que se mete en el cerebro por la nariz, por los oídos, que parece empastar toda la maquinaria intelectual hasta volvernos unos brutos beatos, unos bárbaros. La brea de la oratoria atrofiada, nefasta y vomitiva, que fluye, pero está estancada.
Siempre veneré esa capacidad fascinante y aberrante a la vez de desdoblarse de uno que tienen algunas personas. Yo mismo, de hecho, y a fuerza de intentos truncos, consigo alejarme alguna que otra vez de mí para escuchar lo que digo en voz muerta, y castigarme por las palabras o sentirme vivo, da igual.
Ián con su perorata se zambulle en sí mismo, alejándose de sí. Es el desdoblarse; desdoblarse como en un espejo, esa ilusión de simultaneidad horrenda, que nos permite acomodarnos el sombrero o el vestido sin tener que confiar en la palabra del otro; esa autosuficiencia humana, ese tufo a egolatría que se parece tanto a la brea tibia.
Siento el flechazo en la pantorrilla, la garra diminuta y letal, el oleaje abominable de dolor que se cierne sobre la pierna y arquea el cuerpo todo.
Gato del demonio, ignaro demente, cómo es que acabamos en esta desproporción de condiciones. A veces todo es legal, todo está claro. Yo escribo de todos modos sin las presiones (aunque de vez en cuando viene bien un correctivo).
-¿Quién era Ferreira? –pregunta Mechi, que leía de pie detrás mío.
-Me asustaste. Un amigo de otra época. Hicimos la secundaria juntos en Suárez.
-Hm ¿Y hace mucho que no lo ves a ese Ferreira?
-Hace. Pero sabés que con los años… los amigos, yo… se me fueron volviendo algo bastante prescindible. Ián es una especie en extinción.
-Vos y tu lista negra…
Mechi les pone alimento a las perras y abre las cortinas, la luz entra por todos lados como rabiosa. “El cuarto parece mucho más grande cuando está ella”, pienso.
-Es más que una lista negra, es otra cosa. Cuánto habré puteado contra ese concepto de amistad que me parece tan, tan... absurdo, por llamarlo de algún modo. Egoísta, también.
Esos tipos que se dicen llenos de amigos, qué me van a decir, que tienen una relación real de amistad con cada uno. No existe, son unos debiluchos del espíritu que no saben estar solos, y se rodean de personas para sentirse más a resguardo. Así todo, siguen solos, y esa soledad-estando-acompañado es tanto más detestable que la otra, porque esa ya no abriga esperanzas de ningún tipo. ¿Cómo no ser un idiota en esos casos? ¿Cómo no? ¿Eh? No los juzgo, aunque sí, lo hago. Y mi lista negra me enorgullece. Así como lo oís, Mechita. No te rías, sabés que es verdad.
-Me río de tu ensañamiento, nada más.
-¿Saña? ¿Vos creés que es saña solamente?
-¿Cómo hacés para explicar tu amistad con Ián de tantos años, entonces?
-Ya te dije, lo de Ián es otra cosa, es una especie en extinción, un claro en plena maleza, una bengala estallando sola en el medio del cielo más negro de la noche. Y además no tengo nada que explicar, porque hay lo que no se explica, lo que conmueve desde algún lado que no se ve, que no se puede ver, que está implícito para siempre, desde siempre, y eso es único. Lo innombrable es único.
-Te escapás, te vas por la tangente, por el camino fácil, por la melaza poética que tanto me gusta. Quizá tu teoría de la amistad egoísta no está tan firme como vos decís. Ojo, que las excepciones a la regla terminan refutando la regla, eh. A lo mejor, quizá, a tu espíritu también se le da por flaquear, y tu manera de ponerte a resguardo es evitar el contacto; todo el compromiso que conlleva una amistad.
-Callate y dame un beso, vos.
Sonríe y me besa, sabiendo que las cosas siempre tienen una cara oculta que a veces no se deja ver con facilidad, y cuando por fin se muestra enmudece de repente. Sabe que en esos casos es mejor no insistir; me conoce, me sabe. Y sí, definitivamente el cuarto es tanto más grande cuando está en él.
Mechi había encendido un cigarrillo en la hornalla. El humo disperso en volutas, en esponjas azules sin forma le daba un aura blanda y tierna, arquetípica, que, de espaldas a la ventana, se dejaba ver en su incandescencia.
Los hombros se le recortan por el humo, se evanesce en mis ojos quietos. No tengo ganas de ponerme a evaluar la posibilidad de que quizá tenga algo de razón en lo que dice, que me escapo por los techos conocidos de la palabra en vez de... de... ¡Será posible!
Le quito el cigarrillo de los labios, le doy un par de secas mirando el suelo, enterrándome en las lonjas de madera, astillando la mirada. Hacía tanto que no fumaba. La mano izquierda en el bolsillo del pantalón, la derecha sosteniendo el cigarrillo, rozándome los labios, los ojos por el suelo. Claro que tenía miedo, claro que mi espíritu flaqueaba (¿no todos, por caso?), claro que ella lo sabía. Claro. Entonces me toma por la cintura y me quita el humo de la cara con un movimiento de la mano. Levanto la cabeza, el cigarrillo pegado al labio inferior, el hilo de humo azul que parece quieto en el aire. No quiero darle el gusto de decirle “tenés razón”, aunque ella lo sepa, aunque lo haya sabido desde antes de empezar a hablar, no quiero, pero de todos modos hablo, lo digo sin voz, habla mi expresión, mi manera de sostener el cigarrillo en el labio inferior, dejando que el humo me humedezca los ojos, habla mi silencio, mis ojos, en los cuales no puedo evitar que lea. Me atrae con dulzura, me abraza despacio. Desprende el cigarrillo de mi labio, intentando no lastimarme, y lo apaga en el cenicero de la mesita junto a la ventana.
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Es extraño en mí escribir y no detestar instantaneamente lo escrito. Curiosamente, estos capitulos de una novela aún por terminar, me parecen interesantes, lo cual no deja de asombrarme, y bueno, sí, también contentarme.
N.R.
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