viernes, 3 de abril de 2009

Fragmento del Cap. 32

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"Algún vestigio de la tormenta se vería en sus ojos marrones, ella, sin embargo, no le preguntó nada, buscó leer los signos, las metáforas de angustia. Había una dulzura infinita en sus movimientos, un genuino amor que se traslucía en toda aquella escena muda de mirarse y presentirse. A Ezequiel le vinieron a la cabeza las palabras de Ian, con la obstinación de las olas golpeando los acantilados de piedra. Ian asesino, Ian verdaderamente asesino, ¿por qué no?, si todo era tan absurdo. Aunque muy probablemente no, pero entonces… Entonces, Mechi, tu caricia me salva. Dejá que esas manos se traguen esta inseguridad idiota. Sabés, hay que encerrarse en el destierro más infame, esa lucha solitaria que todo escritor libra consigo mismo a la hora de escribir, ese manotazo en la oscuridad que, a la larga, supone un espejo. Y quizá entonces sí, esa muerte, como aquella otra muerte, la pequeña caja de madera lustrosa de la que todavía no te hablé, hayan sido significativas en algún escaso punto, y las visiones de esta realidad acaben teniendo sentido.
Ezequiel le besó las manos. Le dijo:
-Todo en Ian es tan absurdo.
Ella apenas si asintió con un movimiento leve de la cabeza, un pendular hacia delante y atrás casi imperceptible, un sí que encerraba ovillos sin punta, misteriosos enigmas. En el vano de la puerta creyó ver una sombra, pero no de cualquier tipo, no una mancha oscura sobre un fondo de claridad, sino una especie de diminuta fosforescencia negra, gateando hasta frotarse contra su pantalón gris.
El gato movía la cola atigrada de un lado para el otro, y ese gesto que en los perros denota felicidad, alegría por un reconocimiento o una recompensa, en los felinos es el gesto inequívoco del desagrado, del fastidio y hasta del desprecio. Sin embargo, él frotaba su cuerpecito en aquellas piernas una y otra vez inocuamente.
-¿De dónde salió? –preguntó Ezequiel.
-Sólo volvió –dijo ella como ya resignada a esa otra presencia.
-Supongo que ahora, entonces, tendré que escribir. Pequeña bestia, ¿adónde vamos con todo esto? ¿Qué clase de mandato estoy cumpliendo?
-Mépris.
-¿Qué? –dijo él, que creía no haber escuchado bien.
-Pequeña bestia no, se llama Mépris.
-¿Desprecio?
-Sí.
-¿No te parece un poco snob? Godard, digo. Es casi como nombrarlo Roquentin o Rakólnikov, una petulancia. ¿Por qué, entonces, Mépris?
-Porque se llama así.
-…
De sobra sabía que no arribaría a otro tipo de entendimiento, porque, de hecho, no lo había, era eso y nada más: Mépris, mucho gusto, encantado. El gato se pasaba la lengua por las patas con verdadera unción, parecía contento con su nuevo nombre, casi hasta orgulloso de ser Desprecio. Ezequiel entrecerraba los ojos y meditaba sobre algunas de las cosas que lo mantenían despierto por la noche. Trató de obviar el tema celos y dedicar su tiempo en otras cuestiones tal vez menos geométricas. Así, la marea de sus pensamientos lo fue arrimando lánguidamente a las costas del pesimismo y la inmensidad, y de a poco, todo él fue ensombreciéndose en el poniente de sus cavilaciones. Es el tiempo reclutando relojes, pensó, la marcha muda hacia el final aciago (¿Qué final? ¿Por qué tenía que ser aciago?). Era idiota detenerse a pensar en eso, o no lo era en absoluto. Las manos sostienen el peso hasta el desgarro, los ojos miran el humo en la distancia y ven formas siempre nuevas. ¿Y qué si el final traía consigo desgracia? ¿Acaso las nubes no traen tormenta? Se sintió abatido..."
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N.R.

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