sábado, 20 de marzo de 2021

El margen es la cornisa de la forma


Por Nicolás Reffray


Saber hasta qué punto las calles eran las calles y la altura era la altura lo ponía a tejer hipótesis delirantes, metafísicas, como si no existiera la realidad condensada en lo inmediato, sino, apenas la conciencia de unaveracidad un poco adormecida y latente. Pensaba en una doble puerta de vidrio repartido, una puerta de madera y claridad en medio del día. Imaginó -estúpidamente- que atravesaba esa puerta para llegar a la estación, que el micro con destino a un pueblo con mar lo estaría esperando al otro lado de esa doble hoja sin pestillo, y que cruzarla no sería ningún problema. Era avanzar poniendo un pie delante del otro, estirar una mano, hacer chirriar la puerta. Pero mientras comenzaba a avanzar rumbo a la estación de micros, pensó que a Amalia el departamento le iba a parecer grande, quizás demasiado, y estaba seguro -y eso porque la conocía desde hacía años, décadas, eternidades- que redecoraría todos los ambientes, con ese afán renovador que les suele entrar a las mujeres cuando se encuentran repentinamente solas. Pero ella hablaba también del deseo, ese agujero indescifrable donde todo se pierde, hacia donde todo es empujado, atraido, imantado, y a Javier todo eso le daba lo mismo, le sonaba a lo mismo, el otro lado de las cosas, ese sabor unitario, que va y que viene de una punta a la otra, pero sin ninguna punta, porque no hay más que márgenes, una referencia sorda de volumen. El margen es la cornisa de la forma, pensó. El margen es la cornisa de la forma..., repitió en voz baja, y se sorprendió al escuchar su propia voz. De pronto se sintió estúpido, melodramático, cobarde. Hubiera rehecho sus planes, desarmado valijas, hubiera llorado contra una falda con flores, detestando su impulsividad. Pero no lo hizo. De camino a la estación de micros Javier entró en un bar, pidió en la barra un café con leche y tres medialunas, y fue a sentarse a una de las mesas contra la ventana. A través del vidrio podía ver el cartel colgante de la Shell al otro lado de la calle, la inmensa concha amarilla sobre fondo rojo que se balanceaba lenta. Se dejó llevar de la mano por los pensamientos que iban y venían. Amalia redecoraría el estudio y malvendería los libros de poesía, la efigie de Byron, todo. Javier encendió un cigarrillo y agarró un cenicero de la mesa de al lado, que estaba vacía. La estación de servicio era un coágulo en medio de la tarde. El techo de chapa sostenido con una estructura cruzada de vigas, a medias ladeada, daba reparo a los camioneros que paraban un momento para estirar las piernas. Desde su distancia, Javier no sentía el calor, la corriente fresca del aire acondicionado le pasaba sus dedos por la cara, los brazos y las piernas. El sudor se le secaba de a poco. Había sido parte de ese sentimiento encontrado en el fondo de sí mismo, esas ganas de vivir en otra parte, de vivir lejos de Amalia, y había sido eso más que otra cosa, al fin y al cabo. La estación de micros que se veía al final de la calle -y más allá el pueblo con mar esperaba como una promesa de tiempo, como una construcción del imaginario onírico- le daban una perspectiva de realidad alternativa. Nada sobraba. Se dijo que lo que hiciese Amalia con sus cosas -porque más allá de los desvíos y las mil formas que pudiera tomar una relación, esas cosas, ese conjunto de cosas que componían el mobiliario del departamento de la calle Doblas, era enteramente suyo- tenía que importarle cada vez menos. En definitiva no eran más que meras cosas. El mozo se acercó y pasó un trapo húmedo por la mesa de al lado; a través del vidrio la concha amarilla seguía con su movimiento de péndulo, Javier mojó una de las medialunas en el café con leche. La masa se ablandó hasta casi deshacerse y caer dentro de la taza. Que haga lo que quiera, se dijo, mientras tragaba la medialuna, que Byron termine como tope de puerta. Se sintió aletargado, como si el aire acondicionado hubiera dejado de funcionar y el calor de la calle lo hubiera ganado de golpe. Había que levantar la cabeza, tenderse en mitad de la calle y dejarse abrasar por el sol, mirarlo de frente hasta no ver ninguna otra cosa, hasta hundirse en ese foco blanco que lo devora todo. Se encontró de cara a un enigma de siglos, a una puerta de vidrio esmerilado que daba a la nada, que se movía, dejándole entrever un vacío y una sombra, y más allá, tal vez, un espejo. La salida no parecía sacarlo a ninguna parte, no parecía conmoverlo tampoco, en ese centro, en ese carozo duro y vivo, en ese cuarzo rosado que se cerraba sobre sí mismo a medida que se alejaba de Amalia y se acercaba más y más a la ausencia de Amalia, a una vida -inodora, incolora e insípida- sin Amalia. Volvió a mirar por la ventana, eran las doce y veintiseis, encendió otro cigarrillo. La concha amarilla sobre su fondo rojo, el vaivén, la chapa y el calor seguían ahí, suspendiendo el tiempo. 

Basta, se dijo, a esta altura pensar en todo aquello no cambiaba nada. La habitación vacía en el departamento de la calle Doblas, y más allá el trompo sin tiempo hasta el parque Rivadavia, hasta el estanque -ya sin patos- y los juegos descoloridos, nada de todo eso es ahora algo en lo que se pueda pensar. No, no podía haber forma de seguirle el paso, de condecir un pasado juntos que no decantara en un presente muerto y un futuro imposible. La calle Doblas terminaba sin haber empezado del todo, y el barrio de Caballito no era otra cosa que la continuación de un sueño amputado en mitad de la tarde, de una tarde de verano, sofocante y calma. Amalia se habia evaporado, había despreciado -casi sin pensarlo, casi como un capricho, del que uno después acaba por arrepentirse- un acuerdo de amigos, de amantes, de tantos años, y había dejado detrás suyo un rastro que era como un bote que avanza por un lago de tiempo, y sólo tal vez eso era un guiño, una mano extendida, pero no servía de nada. Javier espera de este lado del vidrio, mirando los camiones dormir bajo el sol, la concha amarilla sobre un fondo rojo que se mece estúpidamente. En un momento serán el micro, el pueblo con mar -un pueblo sin nombre, porque poco importaban ahora los nombres, las caras, la conversación, lo que importaba, a esta altura, era únicamente la distancia-. Terminó el café, dejó un billete de cincuenta sobre la mesa y salió por la puerta al calor del mundo. Ahora la estación de micros se veía clara al final de la calle, no había obstáculos. Los camiones ya no estaban. Pensó en Sylvia Saint, una actriz porno con la que había fantaseado de adolescente. No había forma de saber porqué pensaba ahora en ella, en ese momento en que el calor enpezaba a pegarle la ropa al cuerpo como en un baño sauna. Sylvia no era una mujer, era una máquina de abrir las piernas, un poco como Amalia, pero a otra escala si se quiere. Se parecían, sí, las dos del tipo nórdico, rubias, altas, las tetas operadas casi como un deber profesional o una compensación cósmica. Aunque no, Sylvia no era Amalia, Amalia no era Sylvia, y, claro, Javier ya no era ese adolescente consumidor de porno. Había que atravesar la doble puerta -que imaginaba de madera y vidrio-, dejarse de analizar una y otra vez las decisiones tomadas, irrevocables, los pormenores de una Amalia imperfecta, la imposibilidad de una Sylvia demasiado irreal, había que, en todo caso, dedicarse a poner un pie delante del otro hasta la estación, que seguía coagulándose sin pulso bajo el sol del mediodía. Estuvo seguro por un momento que Amalia estaria esperándolo en el departamento, sentada en la poltrona agua marina, mientras pasaba los ojos por los lomos de los libros, intentando reconstruir una figura conocida. Ahora estaba seguro de que no era así. Amalia no lo esperaba. Y casi que prefería que las cosas fueran de ese modo, aunque no podía negar que, en algún punto, eso le dolía; la soledad, una distancia autoimpuesta que no sabía de tiempos, apenas -y eso era verdad sólo en parte- un alejarse de ella. 

Javier empezó a caminar, la tierra seca volaba y se le metía en los ojos. Había algo en su forma de caminar, una cierta cadencia, un ritmo parco, desacompasado, que descomponía la línea recta de su marcha desde el bar hasta la estación. Era más bien -y eso lo cambiaba todo, definitivamente- un paso en retroceso, un avanzar hacia atrás. El polvo lo cegaba, sí, pero no era eso, no eran los pormenores imbéciles de un hombre cualquiera, Javier avanzaba alejándose, a medida que se acercaba más a la doble puerta de la estación, y con ello al margen de esa forma que no alcanzaba a reconocer, parecía estar cada vez más y más lejos. Miró la hora en su teléfono, era casi la una de la tarde.

domingo, 14 de febrero de 2021

El tiempo en cigarrillos

 El tiempo en cigarrillos

“Escribir es intentar entender, es intentar reproducir lo irreproducible, es sentir hasta el último momento el sentimiento que permanecería apenas vago y sofocante”

Clarice Lispector


Encendió un cigarrillo y echó el humo hacia arriba. Fue un gesto instintivo, algo que venía desde otro tiempo. Con el humo las moscas se dispersaron sobre su cabeza. Se puso a jugar con la caja de fósforos. Pensó: Aprendimos a medir el tiempo en cigarrillos, y escribió la frase en el cuaderno sobre la mesa. Para sus ojos astigmáticos la oración no era más que una hilera de hormigas avanzando en línea recta de izquierda a derecha. Se puso a pensar en las hormigas, las negras, las rojas (y hacía cuánto no veía una hormiga roja), cómo las achicharraba con la lupa en el patio de la casa de Banfield. Todo eso estaba lejos, Banfield estaba lejos, demasiado lejos de esta habitación y este cigarrillo. Pensó también en Nuria, la vecina de al lado. Nuria Dovorsky. Le gustaba mirarla. A veces ella se recostaba a tomar sol, a veces era tan sólo verla tender la ropa, nada más. Había sido la primera mujer que se había imaginado desnuda. Tuvo ganas de sentarse a escribir sobre Nuria, sobre las hormigas, sobre cualquier cosa. Cualquier cosa podía ser escrita, descrita, moldeada con la hilera de hormigas. Aprendimos a medir el tiempo en cigarrillos, pensó, y a gritar en voz baja, a declarar nuestro amor en la soledad del cuarto a todas las Nurias Dovorsky que vinieron después de la primera. A los veinte conoció a Mauricio. Mauricio era un tipo sociable, estaba siempre rodeado de gente. Era de esas personas que encuentran en el contacto con el otro su propio universo de sentido, y eso, en cierto modo, los vuelve fuertes. Fue Mauricio quien le presentó a Clara y Norma Guggenheim en alguna de las fiestas de la facultad. El apellido le llamó la atención, como a todo el que las conociera. Y si bien las hermanas no habían tenido relación alguna con la mecenas neoyorquina, se las arreglaban para que el apellido sonara y la gente hablase. Para cuando se acostó con Clara, Nuria Dovorsky no era más que un recuerdo, un cara casi borrada. Sin embargo, mientras la desvestía, se le vino a la cabeza el cuerpo de Nuria, su soledad de formas y curvas leves, su blancura lechosa, incluso en verano. Nuria Dovorsky echada al sol en el patio de su casa de Banfield. Las primeras semanas se veían prácticamente todos los días. A veces Mauricio y Norma salían con ellos, iban a bares, al cine, siempre lugares repletos de gente en donde debían hablar a los gritos para entenderse. En esa oportunidad habían ido a ver una película rusa. Me lo contó unos días después. La película duraba demasiado -dijo-, y cuando digo demasiado quiero decir cuatro putas horas de gente hablando en ruso, ¿entendés? Clara había dicho que volvía enseguida. Diez, quince, veinte minutos y ella nada. Entonces salí a buscarla. Afuera había aire, se respiraba, adentro el ambiente estaba viciado. Ella fumaba sentada en el cordón de la vereda. De atrás parecía mucho más grande, más adulta, y sentí que era demasiada mujer para mí, que no la merecía. Me le senté al lado y ya sabía lo que me iba a decir, así que no dije nada, dejé que me soltara las palabras una por una, y cuando terminó me paré y me fui. Quién sabe, tal vez era ella la que no lo merecía. O quizás fuera otra cosa, quizás no se tratase de estar a la altura de nada ni de nadie, sino, solamente, de sentirse triste porque lo estaban dejando. Porque eso tenía que doler. Y anduvo esas calles sin pensar en nada, sin pensar una sola vez en ella, sin siquiera detenerse a pensar ensí mismo y la soledad. Cuando llegó a su casa, tuvo la sensación de que nunca había sentido ese lugar tan suyo como en ese momento. Había conquistado el espacio, lo había vuelto habitable para sí. Aprendimos a medir el tiempo en cigarrillos. La frase seguía ahí, sola en mitad de la hoja. Había algo en ese concepto, en esa idea del tiempo, algo que era casi una forma de filosofía personal, una forma de existir. A todos nos gusta gritar incoherencias en el viento y adulterar la lengua culta, escribir palabras que no son, atornillar la boca. Miró el cuaderno -las hormigas- y tuvo la seguridad de que no iba a seguir escribiendo. Cortó cebollas, se sirvió una copa de vino. La manteca empezó a derretirse y a despedir un aroma rubio, sedoso, femenino. El aire de todo el departamento se tornó afanoso. En ese momento pensó en Clara, y después de tantosaños fue como pensar en alguien a kilómetros de distancia, alguien al otro lado del mundo, o en el mismo cuarto pero en otro tiempo, alguien que había dejado de existir un poco en él para pasar a ser parte del gran resto. Esa última vez sentados en el cordón había querido darle la llave de una habitación vacía, había querido prevenirlo que en ese lugar se encontraba sola, y tal vez esa era la única manera de estar, la única forma de las cosas. No lo había entendido. Tomó un poco de vino y se sintió miserable, pero sentirse miserable era apenas una prolongación del olor que venía de las cebollas, la manteca y el ajo en la cacerola. Dejó la sopa en el fuego y volvió a sentarse frente al cuaderno abierto. Pensó que el tiempo termina escapándose de todos modos, y que hay que repatriar la cosa, hacerla girar, volverse malabarista, descarozador de símbolos, y que hay que arriesgarse al ridículo, al absurdo, o se corre el riesgo de caer en lo obvio. Tres jarrones transparentes con flores amarillas, un paquete de cigarrillos sin abrir, un cenicero de vidrio verde con forma de tortuga, la camisa gris en el respaldo de la silla. Las moscas volaban en círculos mientras metía la cuchara en el plato y se la llevaba a la boca. Emitían un zumbido dulce, una sinfonía en miniatura. El vapor de la sopa se elevaba, se rompía frente a la nariz, en las fosas de su nasalidad, hasta el fondo. Podía pensarse escuchando la voz de Clara entre tantas otras voces. Estaba ahí, intacta, la voz suave y a la vez triste de una Clara inabarcable, imposible de tomar. Esos símbolos había que descarozar, que vaciar, como un fruto elemental que se desguaza en mil sabores, en una felicidad ambiental, anacrónica. Feroz, dulce y delicado. La sopa entraba por su boca y bajaba hasta la panza, y era calor en estado puro, el alma entrando en un cuerpo frio, en un cuarto vacío de toda forma, de cualquier humanidad. Quería escribir sin perderse en sutilezas, sin pisotear a las hormigas. Pero la hoja no era, las hormigas no eran. Qué hacer con la melancolía, de qué manera volverla hormiga, volverla voz interna exteriorizada. Un universo humano, una galaxia de miga de pan, a la deriva. Quería escribirlo todo, dejar una marca, asomarse por la ventana, y hablar. En definitiva todo era un dialogo entre moscas y hormigas, hablar desde el vacío, rebatirse sobre sí mismo y emprender la retirada, hasta estar bien metido dentro de casa, tapado con las frazadas hasta el cuello, asomando apenas la punta de la nariz. Dejó que el diálogo se diera naturalmente, que moscas y hormigas conversaran sin solemnidad entre el aire y la hoja. Podía ser acaso la verdad máxima, el holocausto frente a las horas, y en eso, la sopa entibiaba el cuerpo, la soledad. Pensó, pero nada de lo que pensaba tomaba una forma concreta, pensar resultaba un ejercicio confuso. Quería escribir, desmembrarse, arrancarse los brazos y las piernas, escaparse, dejar de ser él para ser más él que nunca; y había un camino ya trazado para las hormigas, una forma de sustitución para lo que debía decirse, y sin embargo… No hay luces grises, mi viejo, la oscuridad no se refracta. Al final del túnel una hilera informe, una mancha negra sobre un fondo de luz. Las manos buscaban algo que terminaba confundido con el propio cuerpo, las ganas de tocar y ser tocado. Eso era -porque eso es- escribir, tocar y ser tocado, pudrir las tintas y pararse frente al espejo, solo. Ahora -pero el tiempo se mide en cigarrillos como una ceremonia estúpida, y ese ahora sonaba a cajón vacío, a saliva seca contra la almohada- el ritmo se movía constante y la letra parecía al borde del salto. Quería pensar en Nuria y en Clara como una unidad, una sola y las dos al mismo tiempo, sentada en el borde de la cama, con los ojos abiertos a la penumbra. Había que pensar en un cuerpo de mujer. Más específicamente, había que pensar en ese espacio ínfimo e infinito sobre los hombros, antes del nacimiento del pelo, la breve nuca que se proyecta en el aire y el tiempo como una enredadera de glicinas, y desde ahí escribir hasta la mañana. Y había que hacerlo, quizás, porque las manos buscaban como locas en la sombra, en el pecho, intentando escribir algo, cualquier cosa que lo pusiera con los pies en el carril rápido, en ese fogoneo de relámpagos blancos y azules, en donde no hay formas concretas, en donde los nombres no son más que nombres, signos de algo que no está, y al final del día una página de hormigas nuevas, frescas, propias. Una página que era -que debía ser- producto de un interior enriquecido con tanta lectura y tanta rumia de horas, de días. Las alocadas manías del tiempo: volvernos adultos. Dejó el plato a un costado, todavía humeante. Miró el cuaderno, la misma frase en mitad de lo blanco, de ese vacío vivo a la espera. Cerró los ojos. Todo estaba ahí: Nuria, Clara, las hormigas, Banfield, los años de facultad, los cigarrillos, Mauricio, incluso Norma. El sabor de las cosas a la mano. Sólo había que escribirlo. Y escribir era volver a nombrar, o nombrar por primera vez, pero con otros nombres. Era intentar entender algo de todo eso. 

Encendió un nuevo cigarrillo, dio una pitada larga y lo dejó en el cenicero para que se consumiese. Lo mejor va a ser empezar por Banfield, pensó.


Por Nicolás Reffray