domingo, 14 de febrero de 2021

El tiempo en cigarrillos

 El tiempo en cigarrillos

“Escribir es intentar entender, es intentar reproducir lo irreproducible, es sentir hasta el último momento el sentimiento que permanecería apenas vago y sofocante”

Clarice Lispector


Encendió un cigarrillo y echó el humo hacia arriba. Fue un gesto instintivo, algo que venía desde otro tiempo. Con el humo las moscas se dispersaron sobre su cabeza. Se puso a jugar con la caja de fósforos. Pensó: Aprendimos a medir el tiempo en cigarrillos, y escribió la frase en el cuaderno sobre la mesa. Para sus ojos astigmáticos la oración no era más que una hilera de hormigas avanzando en línea recta de izquierda a derecha. Se puso a pensar en las hormigas, las negras, las rojas (y hacía cuánto no veía una hormiga roja), cómo las achicharraba con la lupa en el patio de la casa de Banfield. Todo eso estaba lejos, Banfield estaba lejos, demasiado lejos de esta habitación y este cigarrillo. Pensó también en Nuria, la vecina de al lado. Nuria Dovorsky. Le gustaba mirarla. A veces ella se recostaba a tomar sol, a veces era tan sólo verla tender la ropa, nada más. Había sido la primera mujer que se había imaginado desnuda. Tuvo ganas de sentarse a escribir sobre Nuria, sobre las hormigas, sobre cualquier cosa. Cualquier cosa podía ser escrita, descrita, moldeada con la hilera de hormigas. Aprendimos a medir el tiempo en cigarrillos, pensó, y a gritar en voz baja, a declarar nuestro amor en la soledad del cuarto a todas las Nurias Dovorsky que vinieron después de la primera. A los veinte conoció a Mauricio. Mauricio era un tipo sociable, estaba siempre rodeado de gente. Era de esas personas que encuentran en el contacto con el otro su propio universo de sentido, y eso, en cierto modo, los vuelve fuertes. Fue Mauricio quien le presentó a Clara y Norma Guggenheim en alguna de las fiestas de la facultad. El apellido le llamó la atención, como a todo el que las conociera. Y si bien las hermanas no habían tenido relación alguna con la mecenas neoyorquina, se las arreglaban para que el apellido sonara y la gente hablase. Para cuando se acostó con Clara, Nuria Dovorsky no era más que un recuerdo, un cara casi borrada. Sin embargo, mientras la desvestía, se le vino a la cabeza el cuerpo de Nuria, su soledad de formas y curvas leves, su blancura lechosa, incluso en verano. Nuria Dovorsky echada al sol en el patio de su casa de Banfield. Las primeras semanas se veían prácticamente todos los días. A veces Mauricio y Norma salían con ellos, iban a bares, al cine, siempre lugares repletos de gente en donde debían hablar a los gritos para entenderse. En esa oportunidad habían ido a ver una película rusa. Me lo contó unos días después. La película duraba demasiado -dijo-, y cuando digo demasiado quiero decir cuatro putas horas de gente hablando en ruso, ¿entendés? Clara había dicho que volvía enseguida. Diez, quince, veinte minutos y ella nada. Entonces salí a buscarla. Afuera había aire, se respiraba, adentro el ambiente estaba viciado. Ella fumaba sentada en el cordón de la vereda. De atrás parecía mucho más grande, más adulta, y sentí que era demasiada mujer para mí, que no la merecía. Me le senté al lado y ya sabía lo que me iba a decir, así que no dije nada, dejé que me soltara las palabras una por una, y cuando terminó me paré y me fui. Quién sabe, tal vez era ella la que no lo merecía. O quizás fuera otra cosa, quizás no se tratase de estar a la altura de nada ni de nadie, sino, solamente, de sentirse triste porque lo estaban dejando. Porque eso tenía que doler. Y anduvo esas calles sin pensar en nada, sin pensar una sola vez en ella, sin siquiera detenerse a pensar ensí mismo y la soledad. Cuando llegó a su casa, tuvo la sensación de que nunca había sentido ese lugar tan suyo como en ese momento. Había conquistado el espacio, lo había vuelto habitable para sí. Aprendimos a medir el tiempo en cigarrillos. La frase seguía ahí, sola en mitad de la hoja. Había algo en ese concepto, en esa idea del tiempo, algo que era casi una forma de filosofía personal, una forma de existir. A todos nos gusta gritar incoherencias en el viento y adulterar la lengua culta, escribir palabras que no son, atornillar la boca. Miró el cuaderno -las hormigas- y tuvo la seguridad de que no iba a seguir escribiendo. Cortó cebollas, se sirvió una copa de vino. La manteca empezó a derretirse y a despedir un aroma rubio, sedoso, femenino. El aire de todo el departamento se tornó afanoso. En ese momento pensó en Clara, y después de tantosaños fue como pensar en alguien a kilómetros de distancia, alguien al otro lado del mundo, o en el mismo cuarto pero en otro tiempo, alguien que había dejado de existir un poco en él para pasar a ser parte del gran resto. Esa última vez sentados en el cordón había querido darle la llave de una habitación vacía, había querido prevenirlo que en ese lugar se encontraba sola, y tal vez esa era la única manera de estar, la única forma de las cosas. No lo había entendido. Tomó un poco de vino y se sintió miserable, pero sentirse miserable era apenas una prolongación del olor que venía de las cebollas, la manteca y el ajo en la cacerola. Dejó la sopa en el fuego y volvió a sentarse frente al cuaderno abierto. Pensó que el tiempo termina escapándose de todos modos, y que hay que repatriar la cosa, hacerla girar, volverse malabarista, descarozador de símbolos, y que hay que arriesgarse al ridículo, al absurdo, o se corre el riesgo de caer en lo obvio. Tres jarrones transparentes con flores amarillas, un paquete de cigarrillos sin abrir, un cenicero de vidrio verde con forma de tortuga, la camisa gris en el respaldo de la silla. Las moscas volaban en círculos mientras metía la cuchara en el plato y se la llevaba a la boca. Emitían un zumbido dulce, una sinfonía en miniatura. El vapor de la sopa se elevaba, se rompía frente a la nariz, en las fosas de su nasalidad, hasta el fondo. Podía pensarse escuchando la voz de Clara entre tantas otras voces. Estaba ahí, intacta, la voz suave y a la vez triste de una Clara inabarcable, imposible de tomar. Esos símbolos había que descarozar, que vaciar, como un fruto elemental que se desguaza en mil sabores, en una felicidad ambiental, anacrónica. Feroz, dulce y delicado. La sopa entraba por su boca y bajaba hasta la panza, y era calor en estado puro, el alma entrando en un cuerpo frio, en un cuarto vacío de toda forma, de cualquier humanidad. Quería escribir sin perderse en sutilezas, sin pisotear a las hormigas. Pero la hoja no era, las hormigas no eran. Qué hacer con la melancolía, de qué manera volverla hormiga, volverla voz interna exteriorizada. Un universo humano, una galaxia de miga de pan, a la deriva. Quería escribirlo todo, dejar una marca, asomarse por la ventana, y hablar. En definitiva todo era un dialogo entre moscas y hormigas, hablar desde el vacío, rebatirse sobre sí mismo y emprender la retirada, hasta estar bien metido dentro de casa, tapado con las frazadas hasta el cuello, asomando apenas la punta de la nariz. Dejó que el diálogo se diera naturalmente, que moscas y hormigas conversaran sin solemnidad entre el aire y la hoja. Podía ser acaso la verdad máxima, el holocausto frente a las horas, y en eso, la sopa entibiaba el cuerpo, la soledad. Pensó, pero nada de lo que pensaba tomaba una forma concreta, pensar resultaba un ejercicio confuso. Quería escribir, desmembrarse, arrancarse los brazos y las piernas, escaparse, dejar de ser él para ser más él que nunca; y había un camino ya trazado para las hormigas, una forma de sustitución para lo que debía decirse, y sin embargo… No hay luces grises, mi viejo, la oscuridad no se refracta. Al final del túnel una hilera informe, una mancha negra sobre un fondo de luz. Las manos buscaban algo que terminaba confundido con el propio cuerpo, las ganas de tocar y ser tocado. Eso era -porque eso es- escribir, tocar y ser tocado, pudrir las tintas y pararse frente al espejo, solo. Ahora -pero el tiempo se mide en cigarrillos como una ceremonia estúpida, y ese ahora sonaba a cajón vacío, a saliva seca contra la almohada- el ritmo se movía constante y la letra parecía al borde del salto. Quería pensar en Nuria y en Clara como una unidad, una sola y las dos al mismo tiempo, sentada en el borde de la cama, con los ojos abiertos a la penumbra. Había que pensar en un cuerpo de mujer. Más específicamente, había que pensar en ese espacio ínfimo e infinito sobre los hombros, antes del nacimiento del pelo, la breve nuca que se proyecta en el aire y el tiempo como una enredadera de glicinas, y desde ahí escribir hasta la mañana. Y había que hacerlo, quizás, porque las manos buscaban como locas en la sombra, en el pecho, intentando escribir algo, cualquier cosa que lo pusiera con los pies en el carril rápido, en ese fogoneo de relámpagos blancos y azules, en donde no hay formas concretas, en donde los nombres no son más que nombres, signos de algo que no está, y al final del día una página de hormigas nuevas, frescas, propias. Una página que era -que debía ser- producto de un interior enriquecido con tanta lectura y tanta rumia de horas, de días. Las alocadas manías del tiempo: volvernos adultos. Dejó el plato a un costado, todavía humeante. Miró el cuaderno, la misma frase en mitad de lo blanco, de ese vacío vivo a la espera. Cerró los ojos. Todo estaba ahí: Nuria, Clara, las hormigas, Banfield, los años de facultad, los cigarrillos, Mauricio, incluso Norma. El sabor de las cosas a la mano. Sólo había que escribirlo. Y escribir era volver a nombrar, o nombrar por primera vez, pero con otros nombres. Era intentar entender algo de todo eso. 

Encendió un nuevo cigarrillo, dio una pitada larga y lo dejó en el cenicero para que se consumiese. Lo mejor va a ser empezar por Banfield, pensó.


Por Nicolás Reffray