miércoles, 13 de marzo de 2024

The Köln concert


 The Köln concert

por Nicolás Reffray


En 1975, Keith Jarret, uno de los pianistas de jazz más originales de los últimos cien años, visitó la ciudad Alemana de Köln (Colonia para nosotros). Eran los años del muro, de la segunda posguerra. Y las cosas por allá seguían en proceso de reconstrucción. Al mundo del jazz no le importan demasiado las cuestiones bélicas y las entradas se agotaron rápidamente. Todo el evento fue organizado por una joven de 17 años de edad, de nombre Vera Brandes. Vera, a pesar de su corta edad, ya venía organizando conciertos desde los 15, y se puede decir que contaba con cierta fama en el ambiente. Fue ella, en diálogo con Jarret, quien sugirió un piano Bösendorfer 290 Imperial, el cual fue mandado a traer especialmente. Ahí las cosas empezaron a torcerse. Hubo una confusión con el personal del teatro y el instrumento nunca llegó a tiempo, la sala ya se encontraba a tope y el reemplazo que lograron conseguir, un piano de media cola, también Bösendorfer, pero mucho más chico, utilizado para ensayos, se encontraba en pésimas condiciones. El panorama pintaba bastante mal, sobre todo que se trataba de un concierto de piano solo, es decir que no habían otros instrumentos que pudieran cubrir las deficiencias del sonido. 

Jarret tenía por entonces 29 años, ya había tocado con músicos como Miles Davis, Art Blakey, Charles Lloyd, sabía de situaciones adversas, de cambios sobre la marcha, y no se iba a espantar con la perspectiva de tener que dar su concierto en esas condiciones. En definitiva eso era, también, el jazz. Se subió al escenario y la ovación fue unánime. Miró el instrumento como diciendo: “Bueno, acá estamos. Charlemos. Voy a hacer lo mejor que pueda para hacernos quedar bien, vos hacé lo tuyo…” Y ahí se dió una de las singularidades más hermosas del hecho concreto de hacer música. Por algún motivo que no se explica, la cosa fluye, la cosa va. Es un momento de conexión, primero tantea el terreno, acaricia algo invisible que sólo él consigue ver, no son ni las teclas, ni la madera, es otra cosa, una forma de aura que los envuelve a ambos, a él y al instrumento, y de a poco va desenredando una melodía tras otra, todas nuevas, todas salidas de ese momento particular, porque no existían antes y no existirán después. Improvisó durante más de una hora en aquel piano alemán desafinado, que tenía los pedales rotos, que era latoso y quebradizo, que le faltaba alguna cuerda, un piano que cualquier otro músico hubiera rechazado, Jarret no, porque sabía (¿lo sabía realmente?) que nada de eso tenía importancia. Nada. Como si la música no reparara en cuestiones técnicas, o sencillamente no tuviera tiempo para ocuparse de ellas, había que parir, había que decir, había que tocar, y había que hacerlo con urgencia. 

Digo que es la música la que no sabe de todo eso, porque acá no es el músico, no es el virtuosismo fuera de este mundo de Jarret, es otra cosa, como si algo lo poseyera, lo usara durante un buen rato como a una marioneta. Es el momento de creer en misticismos, por más que, como buen ateo, me cueste admitirlo. El concierto es un éxito, la grabación se convierte en una de las joyas del género y uno de los discos en vivo más vendidos del mundo del jazz. Todo eso nace de una noche que prometía ser para el olvido. 

Ahora, mientras escribo esto, siento que hay algo en toda la historia, el conjuro de la música vuelta podio y fijeza, una idea repetitiva que deja crecer una cosecha fecunda, un prodigio de la improvisación, hay algo en todo eso que es, sin más, literatura. Siempre creí que la música es una forma de literatura, una especial, sin palabras. La historia flota en el aire y todos la leemos con los oídos. En este caso, las melodías hablan por sí solas, pero aparte está todo ese contexto, adverso, particular, que de alguna manera busca al relato, lo busca desesperadamente, y desde la distancia, yo, en la otra punta del mundo, a casi 50 años de esa noche en la Köln Opera House, siento la necesidad de escribir sobre eso. No deja de resultarme curioso que se me imponga esta historia con tanta contundencia, como algo necesario, algo que pone sobre la mesa una manifestación de magia auténtica, como si pudiera leerse en todo esto que hay una dimensión que nos ronda, a la cual permanecemos indiferentes la mayor parte del tiempo, y que sólo por lapsos precisos, breves, únicos, se abre una grieta entre ambas, un paso, un puente. Jarret en trance frente a 1400 espectadores silenciosos, también en trance, y el puente se hace extensivo a todos ellos, a la dimensión invisible, al ritmo que se frena y recomienza para escribir en el aire. Le doy play nuevamente al disco y pienso: qué maravilla. Escucho y no percibo nada de toda esa precariedad del instrumento, no lo siento ni latoso, ni desafinado, ni mediocre; entonces lo sé, no estoy escuchando un piano tocado hace 49 años, estoy escuchando otra cosa, algo mucho más radical, una voz hecha de cientos de miles de otras voces, un canto sin cuerpo ni boca, que lo inunda todo, que lo altera todo, como en un temblor orgásmico del alma. Nunca estuve en una sesión de espiritismo (ni creo que lo esté jamás), pero siento que es eso, lo que se invoca, esa conexión entre mundos diferentes, lo que pasa con The Köln concert. Como siempre con todo, las cosas están ahí para quien sabe (y quiere) verlas.


lunes, 11 de marzo de 2024

Leonard Cohen: La poesía nunca estuvo en venta

 


Leonard Cohen: La poesía nunca estuvo en venta.

Texto escrito luego de la muerte de Cohen, en 2016

Por Nicolás E. Reffray



Leonard Cohen se va y mi sensación es que este mundo se pone un poco más opaco. Es lo que pasa siempre con la muerte de un poeta, el mundo se congela un poco, se vuelve más hermético, pierde brillo y nos va ganando el plástico. Pienso en la época en donde no existían las grabaciones, en donde escuchar a alguien cantar requería necesariamente de la presencia de ese alguien, vivo, dispuesto y ahí. Uno después podía, claro, reconstruir en su cabeza la melodía o evocar el timbre de voz, pero no había otro acceso posible a la voz. Faltaba lo otro, lo invisible, lo acusmático... Gracias por lo acusmático, gracias por ese puente por sobre el silencio y el olvido, artilugio mágico parido del siglo xx.

Ahora, mientras transcurro este primer día sin Cohen en el mundo y puedo dar play las veces que quiera, y escuchar su voz -grave como el fondo de todos los misterios- hay algo en mí que se conmueve hasta quebrarse, porque sé que es eso y sólo eso, que no hay más, ni libros ni poesía ni canciones, que el poeta ya no existe para seguir creando. Me acuerdo que llegué a Cohen a través de Nick Cave, y que lo escuché como si fuera algo que estaba ahí para ser escuchado por mi desde hacía mucho. Ahí estaba Cohen con su golden voice y su poesía, como un viajero eterno con su traducción del mundo en cada línea. Ahí estaba, diciendo y conjurando, dejándome que vea a través de sus ojos ciudades y personas, el desorden elemental que nos habita a todos en mayor o menor medida, el amor, las formas de lo oculto, esa grieta de luz en cada una de las cosas.

Tengo un librito de tapas duras con sus poesías y canciones, y eso -lo tangible que nos queda- es a lo mejor una súplica o un acuerdo con el olvido, una forma de lidiar con el vacío y la ausencia. "El recuerdo dura mientras estés vivo", volví a escuchar esa frase hace poco, y ahora pienso en Cohen, en Spinetta, en Bowie, en Lou Reed... No hay espejos para el poema, no hay habitaciones de hotel ni milagros que se puedan esperar, y es que la poesía nunca estuvo en venta, siempre fue un poco el copo de nieve o la hoja seca que el viento mueve a su antojo.

Copia Conforme, de Abbas Kiarostami

 


Copia Conforme, de Abbas Kiarostami.

Por Nicolás E. Reffray


Una copia conforme a un original que falta, que no está, que se reconoce como ausente. Y la ausencia se desdobla, amenaza con dejarnos a nosotros, los espectadores, huérfanos, mientras intentamos entender por qué a veces una copia no tiene diferencia con su original, o por qué, a veces, éste ha terminado por volverse inconsistente.

Asistimos a la preparación del terreno en dónde una relación se nos muestra con sus idas y vueltas, y en dónde nuestra idea de lo que creemos se redefine constantemente. Quedamos resguardados detrás de un velo, de un cristal -el de la pantalla-, observando las mil y una postergaciones de la relación humana, un avance que se detiene. La ambigüedad juega en clave de drama, de teleteatro políglota, y no hablar el idioma de la propia familia es en este caso un reclamo a ese original ausente que es el marido, el padre, que ha venido sólo para volver a irse. Da la impresión que Kiarostami utiliza las referencias al arte como una suerte de excusa. La contemplación de la obra falsa, del camino que se abre separándose, del amor que se enfría al otro lado de la mesa, todo resulta una excusa para decir otra cosa, para enfrentarnos a otra cosa, y es esa, precisamente, la función última del arte. Queda planteada una pregunta que no tiene respuestas inmediatas, que no ayuda a definir ninguna forma, sino que abre la puerta a otras preguntas. Evoca, alude, y nos deja de cara a nuestra subjetividad, a nuestra propia ceguera.

Los vaciados de Las puertas del infierno, de Auguste Rodin, son tal vez las copias sin original más famosas de la historia del arte de occidente, pero, ¿no es también, por caso, cualquier libro que hayamos leído una mera copia de un original ausente o, en todo caso, de un original que sólo conocerá el autor? ¿No son las fotografías copias? ¿No es la música una re-producción constante de un original evaporado en el momento mismo de su creación? Pensar en el concepto de original es circunscribirse a una materia cambiante, a algo que, pareciera, no llegará a estar acabado jamás. En el film, este padre y esposo, este original in absentia, es instado a firmar, a autentificar sus copias, a dejar una marca presente. Quizás se trate de un guiño o de una evocación anticipada a ese último intento del personaje de Juliette Binoche por retener lo imposible.

Les Amours Imaginaires, de Xavier Dolan

 


Los Amores Imaginarios, de Xavier Dolan

Por Nicolás E. Reffray


Una taza de café fresco, las persianas a la mitad, el espacio se va llenando de una luz cálida de siesta, un luz profundamente humana que se derrama. La imagen se percibe deformada a través de un vidrio esmerilado que juega con las formas a uno y otro lado, como en el cuento de Saer, como en la vida por fuera de la pantalla. “No hay más verdad en el mundo que el delirio amoroso”, la frase de Mussel abre las puertas a lo que bien podríamos interpretar como una larga nota al pie o un paréntesis aclaratorio que sólo se cierra cuando termina el film. Los Amores Imaginarios propone un cambio de estado, una alteración de la forma, en donde todo va a ser ambiguo y, en apariencia, posible. Los personajes desean, seducen, se muestran completamente desnudos a ese otro que no va a hacer más que alimentar sus expectativas para acabar por despreciarlos, todo como parte de un juego cruel e histérico, en el cual, más o menos conscientemente, todos acceden a jugar. Los tres personajes principales de esta historia van y vienen en una coreografía desesperada de amor y desamor, interés e indiferencia, dándole cuerda así a algo que termina por volverse odioso; y si llegamos a ese punto es quizás porque vemos ahí, en el acto patético de los personajes de Monia Chokri y del propio Dolan, la posibilidad de lo patético en nosotros mismos. Nos sabemos capaces de todo por amor, y eso es una lanza de doble punta. Claro que, quien no se haya dejado arrastrar hasta los límites últimos de su amor propio -y por qué no también un poco más allá-, no sabrá de qué hablamos. El triángulo articula el relato y propone su dinámica irrevocable: una única punta hacia arriba, inalcanzable, mientras las otras dos sostienen a la primera, que se ha vuelto una suerte de tótem a venerar. Así la carrera, los juegos, el delirio amoroso a punto caramelo.

Después de ver el film uno se queda con la impresión de que la astilla generacional que, lejos de salir, se entierra cada vez más profundo, es el amor, aunque sería mucho más justo a rigor de verdad decir que lo que se entierra, lo que se encarna, no es amor sino desencuentro. ¿Y eso por qué? ¿Por qué resulta tan difícil romper con estos amores imaginarios y conquistar amores reales? Tal vez la pregunta nos quede huérfana, o tal vez no exista una única forma de contestarla. Hoy los amores imaginarios son legión, en parte por la fórmula virtual de la relación con un otro (o unos otros), fórmula que plantea relaciones posibles ahí donde no hay un contacto real in situ, y en parte porque el desencuentro otorga un placer en el regodeo angustioso del amor no correspondido en un ciento por ciento. Amo y no me aman, la imposibilidad eleva a ese amor estéril a la categoría de inalcanzable, lo cual lo rodea de un halo que seduce. El contrapunto de esta historia de desencuentros con retazos de declaraciones en clave de documental, le otorgan al conjunto un cariz cuasi confesional. Dolan nos lleva por las aguas turbias del delirio amoroso, nos sumerge a la vez que nos hace permanecer estáticos como los observadores que somos, mientras la banda de sonido perfecta se nos mete en los oídos, fijando aún más en la retina las imágenes estéticamente impecables que se nos dan como en un sueño, con esa irrealidad un poco nuestra y, a la vez, un poco ajena que tiene lo onírico. Somos ahí, en ese fluir mesurado de colores que tiñen la imagen de una sensualidad pausada, cadenciosa, testigos de la debilidad humana.

Esta obra, clásica desde su nacimiento, estos amores imaginarios, reniegan de cualquier tipo de fórmula, y si bien puede emparentársela -como se ha dicho- con algo del universo almodovariano, encasillar el film en el género queer es simplificar demasiado la cosa, es no ver que lo que se expone va más allá del gender, explora la naturaleza humana y desguaza la estructura de ese delirio amoroso llevado al extremo por los personajes de Chokri y Dolan, en donde lo patético se da la mano con lo desesperado, y en donde nada nos resulta obvio. Podríamos pensar en una nueva forma de cine joven, un cine que se vale de lo estético como herramienta y no como fin último, que se ofrece en un tramado original y variopinto, condensando ambientes y situaciones de profunda opresión con historias caladas, no herméticas, y una pluralidad de voces profundamente original, un cine que no mutila el relato sino que lo enriquece a fuerza de superponer capas, que busca ubicarse en la vereda opuesta al cine efectista de Hollywood, continuando así con la más pura tradición del cine de arte y ensayo europeo. Con este film Dolan ha alcanzado una madurez absoluta como realizador, manejando mucho mejor los tiempos, las actuaciones, y dándole una forma mucho más interesante a la obsesión tediosa que ya había abordado en su primer film, J´ai tué ma mère, del año 2009.

La calma del desamor: Gertrud, de Carl Theodor Dreyer

 


La calma del desamor: Gertrud, de Carl Theodor Dreyer

Por Nicolás E. Reffray


Como forma de exorcizar demonios, al fondo de cada espanto descansa una quietud, un informe desencanto por lo perdido: el amor, esa sortija inalcanzable. Son las formas desprovistas de todo ritmo frenético, de toda exacerbación pomposa, es el intento de amar y ser amada como si en eso recayera todo el sentido del mundo. La mujer se recuesta, producto de un dolor de cabeza, detrás de ella un cuadro ocupa el resto de la escena: los perros rodean el cuerpo desnudo de otra mujer que, como ella, rehúye el vacío y la oscuridad. El hombre se acerca, le ofrece un analgésico, conversa con ella. Los une una amistad de años, un saberse íntimos. Es quizás el único amor verdadero en su vida, el único hombre que ha conseguido permanecer a su lado a través de los años, en esa calma aparente en la que se encuentra inmersa. Las palabras son apenas un juego del tiempo, no ofrecen consuelo, sólo postergan la muerte, las palabras no dicen ni logran conmover la estructura de los sentimientos. La pesadez de ese cuerpo rendido por los años, que eclosiona ante el poema, ante la ausencia de amor y los meandros de un destino de soledad, reverbera en una calma angustiosa, en un gesto funesto en donde al desamor no se lo mira a los ojos, en donde las manos sostienen un corazón desangelado, endurecido: el corazón petreo de Gertrud.

Amar es, sin lugar a dudas, el fin último en su vida, amar y ser amada, encontrar eso que le otorgue sentido a todo el resto, un amor total que se eleve por sobre todo y todos. Gertrud ama una y otra vez, y su amor no es correspondido más que efímeramente, se deja llevar por senderos claros, se hace permeable a las formas del engaño, se muestra desnuda a los ojos amantes para acabar abandonándolo todo, y no es la forma ni el lugar común de un matrimonio ya desgastado por el paso de los años, no es la aventura amorosa que se evanesce en la nada, ni la certidumbre de un cambio, en absoluto, es más bien otra cosa, un reflejo perfectamente encuadrado, una perpendicularidad de los rostros que, así entrecruzados, le hablan a un fantasma, a una sombra, a lo que ya no es. Dreyer compone una sinfonía a-musical, un estrépito silencioso, valga el oxímoron. Los tiempos en la pantalla parecen detenerse para que la cámara se meta en los intersticios de ese corazón deseoso, y, acompasando el ritmo casi imperceptible, los diálogos entretejen un tramado profundamente codificado que subvierte toda posibilidad de happy end a la usanza hollywoodense. Gertrud sufre, los brillos a su alrededor se debilitan y caen en una opacidad blanquinegra, dejando tras de sí una imagen depurada de todo, austera, melancólica, en donde su ideal del amor total acaba cediendo ante la soledad. Inmersa en un entorno frio, de protocolos mesurados y ropa de etiqueta, Gertrud ama, es tal vez la única persona verdaderamente sincera y consecuente con lo que siente en ese universo opaco de quietud que plantea Dreyer.

Se diría que hay en Gertrud una búsqueda infinita que excede el plano amoroso, una búsqueda de sí misma en medio de esa decepción constante por el amor que no acaba de ser en sus propios términos. Pero, ¿qué sabe el amor de parámetros, de casillas, de lugares estancos? ¿Qué sabe de embustes de palabras, categorías cerradas o términos exactos? No hay amor en instancias perfectas, hay amor (cuando lo hay), y eso debería bastar. Gertrud ama o cree que ama. A esta altura creo que la Gertrud de Dreyer es incapaz de amar, y por ende, incapaz de ser amada, y eso es tan sólo porque no sabe de qué se trata el amor, lo enarbola, y acaba por teorizarlo. Amar es dejar de controlar un poco para dejarse arrastrar por lo inconmensurable. Con qué puedo retenerte, dice Borges, de eso se trata, Gertrud busca retener, y en ese afán de poseer pierde el hilo del sentir.

MADMEN

 



MADMEN

Por Nicolás Reffray



Madmen termina y Netflix me propone otras series para seguir viendo, como si uno pudiera ver algo después, como si no existiera un agujero negro, un vacío, una quietud, un tiempo de tomar aire para poder seguir adelante. Y es que las luces se apagan, caen los títulos, pero hay algo que permanece ahí, en nosotros, espectadores atentos, algo que tarda en irse, que persiste con la fuerza de lo nocturno, de aquello que ha dejado una huella. Siento que hay en el fondo de los fondos una sensación de liviandad envuelta en un halo de trama compleja, de tramado enrevesado y documento histórico y, a la vez, una trampa. El vaso se vacía para volver a llenarse infinitas veces y el humo dibuja en volutas una historia que son a la vez muchas historias y La Historia. Es Manhattan, es una agencia de publicidad en medio del recambio generacional que representaron los 60's y 70's en los Estados Unidos, es el guiño sutil a la época, todo eso teñido de mil tonos, adosado a mil y un matices por los que nos hace transitar la trama. Los personajes evolucionan, crecen o se van empequeñeciendo, se desgajan, se quiebran, sienten, se mueven, están vivos. No hay relleno. Tenemos la sensación de que cada situación, escena, personaje, tiene su razón de ser, su lugar estratégicamente dispuesto en el rompecabezas Madmen. Hacer un resumen sería imposible, además de estúpido, sólo me gustaría intentar poner en palabras de algún modo porqué Madmen me parece algo sublime.

Llegué a la serie gracias a Domin Choi, quien la recomendó en una clase... en realidad lo que dijo fue algo así como "¿¡Qué hacen que no ven Madmen?! No hay nada después". Dejé que la recomendación decantara y unos meses más tarde me acerqué un tanto reticente, ya que el mundo publicitario no me atrae particularmente. Después del momento inicial en donde tabaco, alcohol y sexismo a repetición inundan la pantalla, hay un segundo momento, una suerte de aceptación por parte del espectador, un pacto tácito de entendimiento y un encontrarse imbuido de lleno en lo que se narra, y es eso que se narra, justamente (y el cómo se lo narra) lo que nos envuelve y nos devuelve adictos. Hay lo que podemos percibir más allá de lo evidente, una crítica social que va desovillándose de forma gradual, episodio a episodio, pero también un repertorio de gestos puros, algo del orden de lo natural, la vida llevada a la pantalla. Ahí la trampa. Madmen no es una prolongación de la vida en un universo ficcional, es el despliegue de lo perimetrado, de lo calculado con exacta obsesión, cada rama obedece a un tronco común, a una misma intención, a un espacio único. Dueña de una belleza visual simétrica, perfecta, la serie se desviste a conciencia, sin prostituirse, nos deja acercarnos hasta el límite de lo impúdico con la certeza de gustar, y en esa cercanía que nos vuelve íntimos cabe algo parecido al conocimiento y la libertad. Madmen le escapa a lo obvio, conquista desde la sutileza y el arrojo, sin decaer en ningún momento. Es común al ver una serie que algunas temporadas sean más flojas que otras, que la historia en algún momento se empaste o decaiga, ya sea por falta de originalidad o por no querer agobiar al espectador con un exceso de información. Este no es uno de esos casos. La serie se nos ofrece en toda su riqueza, redoblando temporada a temporada la apuesta por un texto tan original como sutil, enhebrando historias y desdibujando los parámetros esperables de una serie mainstream norteamericana.

Madmen es, como dije antes, muchas historias, pero por sobre todo es la de Don Draper, un Bogart áspero al filo de demasiadas cornisas, nunca del todo transparente, nunca del todo él. Don es un impostor, un exiliado de su propia vida. Desde un comienzo lo vemos reinventarse, es un soldado, un vendedor de pieles, un huérfano criado en un lupanar, es un playboy, un padre de familia, un creativo de éxito. Draper es todos y cada uno de ellos, y a lo largo de las siete temporadas vamos conociendo un poco más, sólo para terminar frente a esa última escena en donde sentimos que volvió a engañarnos. No hay redención posible para Don, el final se cierra sobre la historia y la sonrisa que parecía paz interior se desdobla en un nuevo revés: Draper se sale con la suya, se reinventa y, como siempre, cae bien parado, incluso en medio del caos.

LA LA LAND, o el derrotero de un film anacrónico

 

LA LA LAND, o el derrotero de un film anacrónico

Por Nicolás Reffray


Hay en el modo de abordar un film como La la land algo de nostalgia, una crispación y a la vez un relajarse en pos de la buena representación y la forma clásica del musical made in Hollywood, esas cosas que exceden lo estrictamente comercial y que tienen que ver sobre todo con la cuestión emotiva, con la capacidad del film para provocar en el espectador una fuerte empatía. Si bien no todo espectador moderno tiene un recorrido previo en el género, ver hoy un film como La la land es remitirse a otro tiempo, a otro espacio, y a su vez a otros films. Es justamente ese espacio otro, el universo del cine en tanto fábrica de otros mundos, los estudios y su pluralidad de escenas dentro de la escena, lo que permite tender un puente hasta films como Singin' in the rain, An American in Paris o The Band Wagon. Y es que si los personajes de Emma Stone y Ryan Gosling nos evocan a Gene Kelly y Leslie Caron (quizás no en la destreza para el baile pero sí en la intención) es porque sencillamente hay un homenaje a todas luces explícito, un guiño y un dialogo, diálogo con el género y más aún con el cine clásico de Hollywood como categoría más amplia. Las citas a Casablanca, Rebel without a cause o a los films de Minelli hablan de una intención de rendir homenaje pero también de rescatar un tipo de cine que hoy en día ya no se realiza, o al menos no masivamente. La excepción francesa es Christophe Honoré, quien viene rindiéndole culto al género (Les chançons d'amour; Les bien aimées), escapándole a la comedia de tinte feliz norteamericana y con miras a lo nacional (su norte no es Hollywood, sino el genial Jacques Démy).

Con La la land somos parte de una (re)construcción, de un dejà vu polifónico (re)creado a partir de un piano. El film brilla con luz propia, con la gracia de lo delicado y lo efímero, a caballo entre la cita homenaje y lo original, se mueve con soltura en un terreno por fuera del tiempo, en donde el jazz ocupa un lugar central, no sólo como el género que inunda la banda de sonido y se cuela en la trama, sino también como organizador de la estructura narrativa. La narración avanza en forma sincopada desnudando aspectos de lo estrictamente personal, ahí donde la pareja comienza a tejer y entretejer tramados, se desdobla en atajos y senderos alternativos al sueño de cada uno para acabar confundiendo los tantos. ¿Perseguir un sueño es sinónimo de inmadurez? Está claro que a veces uno tiene que hacer ciertas concesiones, bordear el sueño quizás para luego acercarse desde otro lugar, pero nunca debe perderse el norte. Mia y Sebastian se recuerdan constantemente cual es el sueño del otro y mientras tanto descuidan o postergan el propio.

Hay en La la land un doble juego entre director y compositor. Damien Chazelle y Justin Hurwitz dan forma a una estructura de relojería, exacta, pura, en donde se permiten el juego con los colores, los planos, las formas, el derrotero romántico clásico, pero sin caer en el cliché, la historia avanza y deviene en otra cosa, coquetea con lo amoroso, pero no se queda ahí. Los personajes se entrelazan para luego soltarse, se enriquecen mutuamente, siempre en ritmo de bop, de swing, de vals, y siempre en medio de las ensoñaciones propias del género. Realizado en contrapunto, se tiene la sensación de que el film comenta la música a la vez que esta da forma a aquel, y en este ir y venir en donde el origen se nos pierde, en esta loa al jazz teñida de historia de amor, Hurwitz alcanza niveles dignos de Michel Legrand y se despacha con una banda de sonido memorable, poderosa y virulenta. Tomando prestadas las palabras del personaje de Sebastian, si el jazz surge de una necesidad imperiosa y visceral de comunicarse ahí cuando las palabras no sirven, me arriesgo a suponer que el film musical como lo conocemos surge también de una necesidad, la de expresar aquello que la narración más lineal y respetuosa de lo real no consigue. El musical con su realidad aparte consigue interpretar así el mundo interno de los personajes, los matices de lo íntimo, a la vez que libera en cierto punto al espectador, enfrentándolo a lo inesperado. Lo libera en tanto y en cuanto deja de tener el control cuando menos parcial de lo que ocurre en la pantalla. En el musical las expectativas generadas no siempre se cumplen, y lo onírico, la fantasía, tiene un lugar de peso. Creo que es eso al fin de cuentas lo que genera tanto amor o tanto rechazo en el espectador de musicales, esa suerte de realidad aparte, esa forma imperfecta en tanto que no es conclusiva en lo que se narra, el límite difuso entre una ilusión de realidad calcada de la vida por fuera de la pantalla y lo mágico. Para ser espectador de musicales es necesario relajarse y dejar de tener el control de las situaciones en la pantalla, dejar de esperar explicaciones que no existen o que en todo caso sólo pueden buscarse en uno mismo, es por eso que ver hoy un film como La la land no es del todo inocente.

Como alguien que aprendió a relajarse, apreciar y disfrutar del género, puedo decir que si bien lo anacrónico aquí no es más que un recurso, un guiño, una forma de representar, resulta esperanzador encontrar que todavía es posible filmar este tipo de cine, que todavía es posible soñar frente a la pantalla, y que, al final de cuentas, es necesario a veces mirar hacia atrás, saber de donde se viene, para poder seguir avanzando.