jueves, 4 de marzo de 2010

La Revolución de las Moscas

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La primera vez había sido cosa de un segundo, como las imágenes en un sueño, que se dan fragmentadas, una ráfaga apenas en ese coma de siesta, ese coma que ahora se rompía con un ruido de golpe seco contra la boca, contra los oídos desvelados. Manuel sintió que se arrancaba a toda una quietud de manos y sombras contra el techo, que el pecho le ardía como un fuego de cristales ro­tos. Ahora le parecía que todo se había dado así, casi como parte de la misma fantasía de siem­pre, Amalia y el cuerpo desnudo de Amalia, de frente, tem­blando, entregada pero temblando, a una nada de distancia de sus manos. La veía taparse el sexo, pudibunda, ese sexo con­vertido en presa, ese horizonte a noventa grados que se vol­caba en sus ojos como una amenaza. La veía en una penumbra de cortinas que no se movían, en una sombra radiante de gato sobre la falda y trastos sucios. Así era Amalia a sus ojos, el color de las cosas a través del prisma Amalia y la soledad de la casa.
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N.R.

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