miércoles, 26 de marzo de 2008

Nacimiento.

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Las hojas se arremolinaban dentro del cuarto conformando el viento, se pudrían en el viento, en las cosas, en los muebles. La casa latía desde adentro, las paredes empapadas condensaban las lágrimas de las criaturas, las sordas criaturas que batían alas en la penumbra, como un juego. Mi madre sudaba hecha un nudo entre las cobijas y las sábanas, con el vientre hinchado y los ojos inquietos, inyectándose lenta pero inalterablemente de una vivacidad admirable. Mi padre, en cambio, intentaba justificar su inutilidad gritando por teléfono a alguna criatura gris e inevitablemente también sorda al otro lado del auricular.
La habitación se hallaba en el centro exacto de un remolino nada bucólico de viento y hojas. Al igual que el resto de la casa, apestaba a sudor y maternidad. Los pisos de madera amplificaban los pasos histéricos de mi padre, que seguía batiéndose en duelo invisible. Las horas se arrinconaban en los espacios húmedos del aire, detrás de los muebles. El gato observaba todo desde abajo del ropero, como reconociendo en el viento a un enemigo inabarcable.De esos momentos solo guardo sensaciones o atisbos de recuerdos, que se confunden en la ceguedad de los no-años y la no-materia, aunque uno existe desde el momento en que es, y no antes. La tarde comenzaba; se respiraba con dificultad con tanta hoja pegada al paladar y por dentro de la garganta, arañando con sus nervaduras todo el largo de la laringe. Mi padre callaba, mi madre aullaba, y yo, en ese preciso y devastador instante, donde el calor se tornaba más irrespirable y denso, nací, vomitando sobre el colchón ensopado mi primer llanto audible, y unos restos de placenta, más parecidos a la ausencia y la soledad.

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