domingo, 6 de abril de 2008

Insomnio...



Del calidoscopio incandescente que se extiende entre las penumbras del bajo fondo hormigoneado, ausente, sofocado, del pálido barsucho, brotan cual lumbre de la sombra, un hervidero de borrachos y otros gurúes macrobióticos o veganos.
¿Acaso sirve deambular a media madrugada por los adoquinados del bajo?
-Es un poco atípico tanto calor en pleno junio -me dice Aitor, el portero del antro. Yo asiento con la cabeza pesada, como si estuviera realmente llena de cosas útiles. Aitor mira el horizonte humedecido sobre Paseo Colón y enciende un cigarrillo. Las muescas de humo azulado escapan de su boca como espantadas; parecen suaves, inofensivas. Pita relojeando la entrada. Le pido un cigarro por costumbre: ya no fumo.
Del carretel inacabable de criaturas nocturnas, sosegadas por el peso blanduzco de las madrugadas apiladas, encuentro pintoresco no solo al grupo de gurúes, sino también a gran parte de la concurrencia insomne, merodeadora del antro. Por ejemplo hoy: hoy he visto tahúres, prostitutas de franco, una ronda de polacos, un titiritero con su marioneta a cuestas, y músicos a montones. Todas almas inquietas, empujadas tal vez por el vapor húmedo que atiborra las paredes de los cuartos en las pensiones, o por orden del espíritu apelotonado dentro del cuerpo. Que sé yo, mi móvil personal es mi sonambulismo. Simple; mi agotamiento crónico; agotamiento que no llega a agotarme.
Cuando se sufre de insomnio no se alcanza a distinguir con demasiada claridad la vigilia, o mejor dicho, no se la recuerda con demasiada claridad. Uno vive aturdido la mayor parte del tiempo; no se está realmente en ningún lado, porque todo es difuso y atemporal. La mente que no descansa se va alterando de a poco.
La noche se me hace inacabable, desmesurada. Aitor pisoteaba ya la colilla ennegrecida. Yo inspiro el vaho y me siento mejor, más despejado. Desde adentro, como en una avalancha sorda, apesadumbrada, adolescente, los gurúes borrachos vomitan alpiste y se mofan. Se mofan de la serpenteante lava vomitiva regada sobre la mesa, y en el piso junto a la mesa. Aitor escupe sobre los adoquines, y la flema estalla y se fragmenta en calmada metamorfosis. Escalonado, el bullicio crece desde el pie, pegajoso, aturdidor, y se hace eclipse, bola de pelos y aserrín, como una amalgama indivisible. Yo soy uno de esos personajes, extravagante como los veganos y desgastado como Aitor. Soy eso que soy: un espejo de todos ellos; nocturno.
Decido pegarme una vuelta por Defensa y más allá. Por la zanja corre la leche cuajada, como en cámara lenta. Se forman hilos que se deshacen y se vuelven a prensar; se angostan, se enmugrecen. Se forma un pequeño estanque lácteo, contenido por la basura que tapona la boca de tormenta. Huele mal, y todo se envuelve en las melodías álgidas, perniciosas, de los cientos de inquilinatos en San Telmo y La Boca, y se hace uno con el olor a la leche cortada, fiera, intomable.
Tengo que mantener esa imagen, me digo, mantenerla fresca en la cabeza. La leche así, muerta, tiene algo de poético. Esa es la imagen que tengo que guardarme para después, depurarla, entristecerla más aún, y volverla mía, hacerla parte del relato.
Ando en plena soledad, acompañado por el sonido de mis suelas rasqueteando el suelo, sucio y húmedo. La noche se enarbola en esplendores palpables, concretos. Por estas horas el amor cobra carácter de realidad, y encuentra su precio bajo las lechosas luces de la calle. En un pasaje, tras el enrejado salitroso y carcomido de tiempo y óxido, el viejo lee a Arlt. Me siento en la obligación de acompañarle. En el pasillo de la pensión apenas si hay claridad, pero el viejo no lleva lentes. Parte de los siete locos podrían formar los gurúes macrobióticos, y todas las criaturas de esta noche porteña, ensopada de pena y franqueza. Las putas ensortijadas, lustrosas como perlas, y sus cantos de ballena en época de apareo. Reducidas y encriptadas en un único caudal de goce, hoy se toman el día para cerrar las piernas y charlar. Y charlan de las cosas más increíbles, más maravillosas que a uno pudieran ocurrírsele. Hablan de comprar toneles de roble e instaurar bodegas en los sótanos de las pensiones; hablan de la tristeza infinita en los ojos de cachorro de tal o cual fulano, y sus deseos de estrangularle el sexo con sus manos y bocas y pies.
Permanezco junto al viejo en la quietud de la sombra, imaginando las charlas que deben de estar, por estas horas, en su apogeo.
El viejo parece un hombre calmo, parsimonioso. Lleva el rostro surcado de maldiciones y tajos bajos; caudal de grietas ensimismadas, todas permanentes, todas enlutadas. Los ojos parecen tener en su consistencia una cremosidad penitente; están clavados en la palidez de la hoja, van sujetos en la negrura del contenido. Así pasan unos veinticinco minutos silenciosos. El viejo tuerce el pescuezo y dice, con los ojos retraídos: “Y la ciudad de nosotros, los reyes, será de mármol blanco y estará a la orilla del mar... y seremos como Dioses...” Dicho esto, volvió la cabeza.
Crucé el enrejado sin hacerlo crujir, el empedrado me acogió en su humedad nocturna con brazos piadosos. El carretel seguía girando desbocado, regurgitando criaturas negras. Doblé por EE.UU. con dirección al barsucho nuevamente. La brasa en los labios de Aitor era un faro en la oscuridad, un neón adormecido que se intensificaba de a momentos y se veía envuelto por una cortina de humo blanco. Empuja una de las hojas de la puerta y me adentro en ese antro tantas veces convertido en hogar, tantas veces vuelto refugio contra el atropello irrefrenable de mi malestar insomne. La atmósfera se respiraba enrarecida; los vahos del vómito reciente flotaban como idiotas saturando el aire. Las putas se habían ido; la espuma de malta, rígida en círculos repetidos de vidrio sucio sobre las mesas, impregnaba con su amargor mi paladar, como si el olor pudiera prenderse, sin haber probado el líquido siquiera.
Camino en derredor de las mesas como ánima sin cuerpo, como efluvio liberado en los canales vivos de la noche, y no me asiento, no sedimento en rincón alguno. La borrachera está en el aire. La sonzera de los no sacros, envilecidos por el vaho, me resulta triste, fatalmente miserable, y arremeto contra la sombra, contra la noche de las bestias noctámbulas, y abandono el lugar.
En la calle, Aitor parece ajeno al paso de las horas, se mantiene recio, de pie junto a la balaustrada invisible, con vista al adoquinado húmedo, alineado, como un mar de cabezas de piedra. Allá, en el horizonte, el bulbo solar se alza, y todas las criaturas retornan a sus cubiles; el viento embolsa las faldas, despeina bigotes, se retuerce entre la humedad y las sombras, y yo empiezo a sentir una necesidad, apenas perceptible pero creciente, de descansar.
Me despido en silencio. Desando los pasos hasta la pensión con la pesadez en el alma, con el cuenco de los ojos lleno de imágenes en bruto. Y cruzo, una vez más, los ríos lácteos, apestados; el pasillo, ahora luminoso y solitario, donde el viejo leía a Arlt; los ojos de las mil caras ensombrecidas por la claridad. Y a medida que desando el camino, se repliegan sobre sí las criaturas enviciadas; sus rostros llagados y pustulentos. Se van ocultando en la sombra, entregadas al oprobio, a la vergüenza, dejándose ganar los corazones por el frío húmedo que enquista, bajo la piel, el murmullo de soledad, volviéndola carne en los cuerpos. Y avanzo entristecido por los callejones embarullados de silencio, con mil ojos metidos en los míos propios, para ver rendida sobre la vereda semimuerta, la mansa ceguedad de los demás noctámbulos.

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