Abrió los ojos, la luz de la mañana ya se metía por todas partes. Miró el techo. Era jueves. El elefante se movió haciendo tambalear unos libros en la repisa junto a la cama, y se acomodó sobre la alfombra, arrugando la trompa. Ella se puso de costado y lo miró a los ojos, a esos ojos grandes y húmedos que le hacían pensar en safaris africanos, en la figura de cerámica con el billete enroscado en la casa de su abuela, para la buena suerte, en el tatuaje de colores en el brazo de Flea, en el cuento de Elsa Bornemann. Las puertas y ventanas eran demasiado chicas para salir a dar un paseo. Estaban varados ahí, definitiva y concretamente, sin opción. Sabía que de alguna forma iba a tener que hablar en su trabajo, explicarles la situación; iba a tener que hablar con su novio, dejar de verse por un tiempo; iba a tener que plantear toda una serie de cuestiones que garantizaran la adecuación, la permanencia y la convivencia. Se paró e intentó llegar hasta el teléfono que estaba en el escritorio, pero le fue imposible, ya no tenía acceso a esa parte del cuarto. Suspiró sin resignación y acarició al animal detrás de una de sus orejas. Mientras lo hacía sólo pudo pensar en una cosa: ¿por qué el mundo seguía pariendo dictadores?
Nicolás Reffray
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