miércoles, 13 de marzo de 2024

The Köln concert


 The Köln concert

por Nicolás Reffray


En 1975, Keith Jarret, uno de los pianistas de jazz más originales de los últimos cien años, visitó la ciudad Alemana de Köln (Colonia para nosotros). Eran los años del muro, de la segunda posguerra. Y las cosas por allá seguían en proceso de reconstrucción. Al mundo del jazz no le importan demasiado las cuestiones bélicas y las entradas se agotaron rápidamente. Todo el evento fue organizado por una joven de 17 años de edad, de nombre Vera Brandes. Vera, a pesar de su corta edad, ya venía organizando conciertos desde los 15, y se puede decir que contaba con cierta fama en el ambiente. Fue ella, en diálogo con Jarret, quien sugirió un piano Bösendorfer 290 Imperial, el cual fue mandado a traer especialmente. Ahí las cosas empezaron a torcerse. Hubo una confusión con el personal del teatro y el instrumento nunca llegó a tiempo, la sala ya se encontraba a tope y el reemplazo que lograron conseguir, un piano de media cola, también Bösendorfer, pero mucho más chico, utilizado para ensayos, se encontraba en pésimas condiciones. El panorama pintaba bastante mal, sobre todo que se trataba de un concierto de piano solo, es decir que no habían otros instrumentos que pudieran cubrir las deficiencias del sonido. 

Jarret tenía por entonces 29 años, ya había tocado con músicos como Miles Davis, Art Blakey, Charles Lloyd, sabía de situaciones adversas, de cambios sobre la marcha, y no se iba a espantar con la perspectiva de tener que dar su concierto en esas condiciones. En definitiva eso era, también, el jazz. Se subió al escenario y la ovación fue unánime. Miró el instrumento como diciendo: “Bueno, acá estamos. Charlemos. Voy a hacer lo mejor que pueda para hacernos quedar bien, vos hacé lo tuyo…” Y ahí se dió una de las singularidades más hermosas del hecho concreto de hacer música. Por algún motivo que no se explica, la cosa fluye, la cosa va. Es un momento de conexión, primero tantea el terreno, acaricia algo invisible que sólo él consigue ver, no son ni las teclas, ni la madera, es otra cosa, una forma de aura que los envuelve a ambos, a él y al instrumento, y de a poco va desenredando una melodía tras otra, todas nuevas, todas salidas de ese momento particular, porque no existían antes y no existirán después. Improvisó durante más de una hora en aquel piano alemán desafinado, que tenía los pedales rotos, que era latoso y quebradizo, que le faltaba alguna cuerda, un piano que cualquier otro músico hubiera rechazado, Jarret no, porque sabía (¿lo sabía realmente?) que nada de eso tenía importancia. Nada. Como si la música no reparara en cuestiones técnicas, o sencillamente no tuviera tiempo para ocuparse de ellas, había que parir, había que decir, había que tocar, y había que hacerlo con urgencia. 

Digo que es la música la que no sabe de todo eso, porque acá no es el músico, no es el virtuosismo fuera de este mundo de Jarret, es otra cosa, como si algo lo poseyera, lo usara durante un buen rato como a una marioneta. Es el momento de creer en misticismos, por más que, como buen ateo, me cueste admitirlo. El concierto es un éxito, la grabación se convierte en una de las joyas del género y uno de los discos en vivo más vendidos del mundo del jazz. Todo eso nace de una noche que prometía ser para el olvido. 

Ahora, mientras escribo esto, siento que hay algo en toda la historia, el conjuro de la música vuelta podio y fijeza, una idea repetitiva que deja crecer una cosecha fecunda, un prodigio de la improvisación, hay algo en todo eso que es, sin más, literatura. Siempre creí que la música es una forma de literatura, una especial, sin palabras. La historia flota en el aire y todos la leemos con los oídos. En este caso, las melodías hablan por sí solas, pero aparte está todo ese contexto, adverso, particular, que de alguna manera busca al relato, lo busca desesperadamente, y desde la distancia, yo, en la otra punta del mundo, a casi 50 años de esa noche en la Köln Opera House, siento la necesidad de escribir sobre eso. No deja de resultarme curioso que se me imponga esta historia con tanta contundencia, como algo necesario, algo que pone sobre la mesa una manifestación de magia auténtica, como si pudiera leerse en todo esto que hay una dimensión que nos ronda, a la cual permanecemos indiferentes la mayor parte del tiempo, y que sólo por lapsos precisos, breves, únicos, se abre una grieta entre ambas, un paso, un puente. Jarret en trance frente a 1400 espectadores silenciosos, también en trance, y el puente se hace extensivo a todos ellos, a la dimensión invisible, al ritmo que se frena y recomienza para escribir en el aire. Le doy play nuevamente al disco y pienso: qué maravilla. Escucho y no percibo nada de toda esa precariedad del instrumento, no lo siento ni latoso, ni desafinado, ni mediocre; entonces lo sé, no estoy escuchando un piano tocado hace 49 años, estoy escuchando otra cosa, algo mucho más radical, una voz hecha de cientos de miles de otras voces, un canto sin cuerpo ni boca, que lo inunda todo, que lo altera todo, como en un temblor orgásmico del alma. Nunca estuve en una sesión de espiritismo (ni creo que lo esté jamás), pero siento que es eso, lo que se invoca, esa conexión entre mundos diferentes, lo que pasa con The Köln concert. Como siempre con todo, las cosas están ahí para quien sabe (y quiere) verlas.


No hay comentarios: