lunes, 11 de marzo de 2024

LA LA LAND, o el derrotero de un film anacrónico

 

LA LA LAND, o el derrotero de un film anacrónico

Por Nicolás Reffray


Hay en el modo de abordar un film como La la land algo de nostalgia, una crispación y a la vez un relajarse en pos de la buena representación y la forma clásica del musical made in Hollywood, esas cosas que exceden lo estrictamente comercial y que tienen que ver sobre todo con la cuestión emotiva, con la capacidad del film para provocar en el espectador una fuerte empatía. Si bien no todo espectador moderno tiene un recorrido previo en el género, ver hoy un film como La la land es remitirse a otro tiempo, a otro espacio, y a su vez a otros films. Es justamente ese espacio otro, el universo del cine en tanto fábrica de otros mundos, los estudios y su pluralidad de escenas dentro de la escena, lo que permite tender un puente hasta films como Singin' in the rain, An American in Paris o The Band Wagon. Y es que si los personajes de Emma Stone y Ryan Gosling nos evocan a Gene Kelly y Leslie Caron (quizás no en la destreza para el baile pero sí en la intención) es porque sencillamente hay un homenaje a todas luces explícito, un guiño y un dialogo, diálogo con el género y más aún con el cine clásico de Hollywood como categoría más amplia. Las citas a Casablanca, Rebel without a cause o a los films de Minelli hablan de una intención de rendir homenaje pero también de rescatar un tipo de cine que hoy en día ya no se realiza, o al menos no masivamente. La excepción francesa es Christophe Honoré, quien viene rindiéndole culto al género (Les chançons d'amour; Les bien aimées), escapándole a la comedia de tinte feliz norteamericana y con miras a lo nacional (su norte no es Hollywood, sino el genial Jacques Démy).

Con La la land somos parte de una (re)construcción, de un dejà vu polifónico (re)creado a partir de un piano. El film brilla con luz propia, con la gracia de lo delicado y lo efímero, a caballo entre la cita homenaje y lo original, se mueve con soltura en un terreno por fuera del tiempo, en donde el jazz ocupa un lugar central, no sólo como el género que inunda la banda de sonido y se cuela en la trama, sino también como organizador de la estructura narrativa. La narración avanza en forma sincopada desnudando aspectos de lo estrictamente personal, ahí donde la pareja comienza a tejer y entretejer tramados, se desdobla en atajos y senderos alternativos al sueño de cada uno para acabar confundiendo los tantos. ¿Perseguir un sueño es sinónimo de inmadurez? Está claro que a veces uno tiene que hacer ciertas concesiones, bordear el sueño quizás para luego acercarse desde otro lugar, pero nunca debe perderse el norte. Mia y Sebastian se recuerdan constantemente cual es el sueño del otro y mientras tanto descuidan o postergan el propio.

Hay en La la land un doble juego entre director y compositor. Damien Chazelle y Justin Hurwitz dan forma a una estructura de relojería, exacta, pura, en donde se permiten el juego con los colores, los planos, las formas, el derrotero romántico clásico, pero sin caer en el cliché, la historia avanza y deviene en otra cosa, coquetea con lo amoroso, pero no se queda ahí. Los personajes se entrelazan para luego soltarse, se enriquecen mutuamente, siempre en ritmo de bop, de swing, de vals, y siempre en medio de las ensoñaciones propias del género. Realizado en contrapunto, se tiene la sensación de que el film comenta la música a la vez que esta da forma a aquel, y en este ir y venir en donde el origen se nos pierde, en esta loa al jazz teñida de historia de amor, Hurwitz alcanza niveles dignos de Michel Legrand y se despacha con una banda de sonido memorable, poderosa y virulenta. Tomando prestadas las palabras del personaje de Sebastian, si el jazz surge de una necesidad imperiosa y visceral de comunicarse ahí cuando las palabras no sirven, me arriesgo a suponer que el film musical como lo conocemos surge también de una necesidad, la de expresar aquello que la narración más lineal y respetuosa de lo real no consigue. El musical con su realidad aparte consigue interpretar así el mundo interno de los personajes, los matices de lo íntimo, a la vez que libera en cierto punto al espectador, enfrentándolo a lo inesperado. Lo libera en tanto y en cuanto deja de tener el control cuando menos parcial de lo que ocurre en la pantalla. En el musical las expectativas generadas no siempre se cumplen, y lo onírico, la fantasía, tiene un lugar de peso. Creo que es eso al fin de cuentas lo que genera tanto amor o tanto rechazo en el espectador de musicales, esa suerte de realidad aparte, esa forma imperfecta en tanto que no es conclusiva en lo que se narra, el límite difuso entre una ilusión de realidad calcada de la vida por fuera de la pantalla y lo mágico. Para ser espectador de musicales es necesario relajarse y dejar de tener el control de las situaciones en la pantalla, dejar de esperar explicaciones que no existen o que en todo caso sólo pueden buscarse en uno mismo, es por eso que ver hoy un film como La la land no es del todo inocente.

Como alguien que aprendió a relajarse, apreciar y disfrutar del género, puedo decir que si bien lo anacrónico aquí no es más que un recurso, un guiño, una forma de representar, resulta esperanzador encontrar que todavía es posible filmar este tipo de cine, que todavía es posible soñar frente a la pantalla, y que, al final de cuentas, es necesario a veces mirar hacia atrás, saber de donde se viene, para poder seguir avanzando.

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