lunes, 11 de marzo de 2024

Les Amours Imaginaires, de Xavier Dolan

 


Los Amores Imaginarios, de Xavier Dolan

Por Nicolás E. Reffray


Una taza de café fresco, las persianas a la mitad, el espacio se va llenando de una luz cálida de siesta, un luz profundamente humana que se derrama. La imagen se percibe deformada a través de un vidrio esmerilado que juega con las formas a uno y otro lado, como en el cuento de Saer, como en la vida por fuera de la pantalla. “No hay más verdad en el mundo que el delirio amoroso”, la frase de Mussel abre las puertas a lo que bien podríamos interpretar como una larga nota al pie o un paréntesis aclaratorio que sólo se cierra cuando termina el film. Los Amores Imaginarios propone un cambio de estado, una alteración de la forma, en donde todo va a ser ambiguo y, en apariencia, posible. Los personajes desean, seducen, se muestran completamente desnudos a ese otro que no va a hacer más que alimentar sus expectativas para acabar por despreciarlos, todo como parte de un juego cruel e histérico, en el cual, más o menos conscientemente, todos acceden a jugar. Los tres personajes principales de esta historia van y vienen en una coreografía desesperada de amor y desamor, interés e indiferencia, dándole cuerda así a algo que termina por volverse odioso; y si llegamos a ese punto es quizás porque vemos ahí, en el acto patético de los personajes de Monia Chokri y del propio Dolan, la posibilidad de lo patético en nosotros mismos. Nos sabemos capaces de todo por amor, y eso es una lanza de doble punta. Claro que, quien no se haya dejado arrastrar hasta los límites últimos de su amor propio -y por qué no también un poco más allá-, no sabrá de qué hablamos. El triángulo articula el relato y propone su dinámica irrevocable: una única punta hacia arriba, inalcanzable, mientras las otras dos sostienen a la primera, que se ha vuelto una suerte de tótem a venerar. Así la carrera, los juegos, el delirio amoroso a punto caramelo.

Después de ver el film uno se queda con la impresión de que la astilla generacional que, lejos de salir, se entierra cada vez más profundo, es el amor, aunque sería mucho más justo a rigor de verdad decir que lo que se entierra, lo que se encarna, no es amor sino desencuentro. ¿Y eso por qué? ¿Por qué resulta tan difícil romper con estos amores imaginarios y conquistar amores reales? Tal vez la pregunta nos quede huérfana, o tal vez no exista una única forma de contestarla. Hoy los amores imaginarios son legión, en parte por la fórmula virtual de la relación con un otro (o unos otros), fórmula que plantea relaciones posibles ahí donde no hay un contacto real in situ, y en parte porque el desencuentro otorga un placer en el regodeo angustioso del amor no correspondido en un ciento por ciento. Amo y no me aman, la imposibilidad eleva a ese amor estéril a la categoría de inalcanzable, lo cual lo rodea de un halo que seduce. El contrapunto de esta historia de desencuentros con retazos de declaraciones en clave de documental, le otorgan al conjunto un cariz cuasi confesional. Dolan nos lleva por las aguas turbias del delirio amoroso, nos sumerge a la vez que nos hace permanecer estáticos como los observadores que somos, mientras la banda de sonido perfecta se nos mete en los oídos, fijando aún más en la retina las imágenes estéticamente impecables que se nos dan como en un sueño, con esa irrealidad un poco nuestra y, a la vez, un poco ajena que tiene lo onírico. Somos ahí, en ese fluir mesurado de colores que tiñen la imagen de una sensualidad pausada, cadenciosa, testigos de la debilidad humana.

Esta obra, clásica desde su nacimiento, estos amores imaginarios, reniegan de cualquier tipo de fórmula, y si bien puede emparentársela -como se ha dicho- con algo del universo almodovariano, encasillar el film en el género queer es simplificar demasiado la cosa, es no ver que lo que se expone va más allá del gender, explora la naturaleza humana y desguaza la estructura de ese delirio amoroso llevado al extremo por los personajes de Chokri y Dolan, en donde lo patético se da la mano con lo desesperado, y en donde nada nos resulta obvio. Podríamos pensar en una nueva forma de cine joven, un cine que se vale de lo estético como herramienta y no como fin último, que se ofrece en un tramado original y variopinto, condensando ambientes y situaciones de profunda opresión con historias caladas, no herméticas, y una pluralidad de voces profundamente original, un cine que no mutila el relato sino que lo enriquece a fuerza de superponer capas, que busca ubicarse en la vereda opuesta al cine efectista de Hollywood, continuando así con la más pura tradición del cine de arte y ensayo europeo. Con este film Dolan ha alcanzado una madurez absoluta como realizador, manejando mucho mejor los tiempos, las actuaciones, y dándole una forma mucho más interesante a la obsesión tediosa que ya había abordado en su primer film, J´ai tué ma mère, del año 2009.

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