lunes, 11 de marzo de 2024

La calma del desamor: Gertrud, de Carl Theodor Dreyer

 


La calma del desamor: Gertrud, de Carl Theodor Dreyer

Por Nicolás E. Reffray


Como forma de exorcizar demonios, al fondo de cada espanto descansa una quietud, un informe desencanto por lo perdido: el amor, esa sortija inalcanzable. Son las formas desprovistas de todo ritmo frenético, de toda exacerbación pomposa, es el intento de amar y ser amada como si en eso recayera todo el sentido del mundo. La mujer se recuesta, producto de un dolor de cabeza, detrás de ella un cuadro ocupa el resto de la escena: los perros rodean el cuerpo desnudo de otra mujer que, como ella, rehúye el vacío y la oscuridad. El hombre se acerca, le ofrece un analgésico, conversa con ella. Los une una amistad de años, un saberse íntimos. Es quizás el único amor verdadero en su vida, el único hombre que ha conseguido permanecer a su lado a través de los años, en esa calma aparente en la que se encuentra inmersa. Las palabras son apenas un juego del tiempo, no ofrecen consuelo, sólo postergan la muerte, las palabras no dicen ni logran conmover la estructura de los sentimientos. La pesadez de ese cuerpo rendido por los años, que eclosiona ante el poema, ante la ausencia de amor y los meandros de un destino de soledad, reverbera en una calma angustiosa, en un gesto funesto en donde al desamor no se lo mira a los ojos, en donde las manos sostienen un corazón desangelado, endurecido: el corazón petreo de Gertrud.

Amar es, sin lugar a dudas, el fin último en su vida, amar y ser amada, encontrar eso que le otorgue sentido a todo el resto, un amor total que se eleve por sobre todo y todos. Gertrud ama una y otra vez, y su amor no es correspondido más que efímeramente, se deja llevar por senderos claros, se hace permeable a las formas del engaño, se muestra desnuda a los ojos amantes para acabar abandonándolo todo, y no es la forma ni el lugar común de un matrimonio ya desgastado por el paso de los años, no es la aventura amorosa que se evanesce en la nada, ni la certidumbre de un cambio, en absoluto, es más bien otra cosa, un reflejo perfectamente encuadrado, una perpendicularidad de los rostros que, así entrecruzados, le hablan a un fantasma, a una sombra, a lo que ya no es. Dreyer compone una sinfonía a-musical, un estrépito silencioso, valga el oxímoron. Los tiempos en la pantalla parecen detenerse para que la cámara se meta en los intersticios de ese corazón deseoso, y, acompasando el ritmo casi imperceptible, los diálogos entretejen un tramado profundamente codificado que subvierte toda posibilidad de happy end a la usanza hollywoodense. Gertrud sufre, los brillos a su alrededor se debilitan y caen en una opacidad blanquinegra, dejando tras de sí una imagen depurada de todo, austera, melancólica, en donde su ideal del amor total acaba cediendo ante la soledad. Inmersa en un entorno frio, de protocolos mesurados y ropa de etiqueta, Gertrud ama, es tal vez la única persona verdaderamente sincera y consecuente con lo que siente en ese universo opaco de quietud que plantea Dreyer.

Se diría que hay en Gertrud una búsqueda infinita que excede el plano amoroso, una búsqueda de sí misma en medio de esa decepción constante por el amor que no acaba de ser en sus propios términos. Pero, ¿qué sabe el amor de parámetros, de casillas, de lugares estancos? ¿Qué sabe de embustes de palabras, categorías cerradas o términos exactos? No hay amor en instancias perfectas, hay amor (cuando lo hay), y eso debería bastar. Gertrud ama o cree que ama. A esta altura creo que la Gertrud de Dreyer es incapaz de amar, y por ende, incapaz de ser amada, y eso es tan sólo porque no sabe de qué se trata el amor, lo enarbola, y acaba por teorizarlo. Amar es dejar de controlar un poco para dejarse arrastrar por lo inconmensurable. Con qué puedo retenerte, dice Borges, de eso se trata, Gertrud busca retener, y en ese afán de poseer pierde el hilo del sentir.

No hay comentarios: