lunes, 11 de marzo de 2024

MADMEN

 



MADMEN

Por Nicolás Reffray



Madmen termina y Netflix me propone otras series para seguir viendo, como si uno pudiera ver algo después, como si no existiera un agujero negro, un vacío, una quietud, un tiempo de tomar aire para poder seguir adelante. Y es que las luces se apagan, caen los títulos, pero hay algo que permanece ahí, en nosotros, espectadores atentos, algo que tarda en irse, que persiste con la fuerza de lo nocturno, de aquello que ha dejado una huella. Siento que hay en el fondo de los fondos una sensación de liviandad envuelta en un halo de trama compleja, de tramado enrevesado y documento histórico y, a la vez, una trampa. El vaso se vacía para volver a llenarse infinitas veces y el humo dibuja en volutas una historia que son a la vez muchas historias y La Historia. Es Manhattan, es una agencia de publicidad en medio del recambio generacional que representaron los 60's y 70's en los Estados Unidos, es el guiño sutil a la época, todo eso teñido de mil tonos, adosado a mil y un matices por los que nos hace transitar la trama. Los personajes evolucionan, crecen o se van empequeñeciendo, se desgajan, se quiebran, sienten, se mueven, están vivos. No hay relleno. Tenemos la sensación de que cada situación, escena, personaje, tiene su razón de ser, su lugar estratégicamente dispuesto en el rompecabezas Madmen. Hacer un resumen sería imposible, además de estúpido, sólo me gustaría intentar poner en palabras de algún modo porqué Madmen me parece algo sublime.

Llegué a la serie gracias a Domin Choi, quien la recomendó en una clase... en realidad lo que dijo fue algo así como "¿¡Qué hacen que no ven Madmen?! No hay nada después". Dejé que la recomendación decantara y unos meses más tarde me acerqué un tanto reticente, ya que el mundo publicitario no me atrae particularmente. Después del momento inicial en donde tabaco, alcohol y sexismo a repetición inundan la pantalla, hay un segundo momento, una suerte de aceptación por parte del espectador, un pacto tácito de entendimiento y un encontrarse imbuido de lleno en lo que se narra, y es eso que se narra, justamente (y el cómo se lo narra) lo que nos envuelve y nos devuelve adictos. Hay lo que podemos percibir más allá de lo evidente, una crítica social que va desovillándose de forma gradual, episodio a episodio, pero también un repertorio de gestos puros, algo del orden de lo natural, la vida llevada a la pantalla. Ahí la trampa. Madmen no es una prolongación de la vida en un universo ficcional, es el despliegue de lo perimetrado, de lo calculado con exacta obsesión, cada rama obedece a un tronco común, a una misma intención, a un espacio único. Dueña de una belleza visual simétrica, perfecta, la serie se desviste a conciencia, sin prostituirse, nos deja acercarnos hasta el límite de lo impúdico con la certeza de gustar, y en esa cercanía que nos vuelve íntimos cabe algo parecido al conocimiento y la libertad. Madmen le escapa a lo obvio, conquista desde la sutileza y el arrojo, sin decaer en ningún momento. Es común al ver una serie que algunas temporadas sean más flojas que otras, que la historia en algún momento se empaste o decaiga, ya sea por falta de originalidad o por no querer agobiar al espectador con un exceso de información. Este no es uno de esos casos. La serie se nos ofrece en toda su riqueza, redoblando temporada a temporada la apuesta por un texto tan original como sutil, enhebrando historias y desdibujando los parámetros esperables de una serie mainstream norteamericana.

Madmen es, como dije antes, muchas historias, pero por sobre todo es la de Don Draper, un Bogart áspero al filo de demasiadas cornisas, nunca del todo transparente, nunca del todo él. Don es un impostor, un exiliado de su propia vida. Desde un comienzo lo vemos reinventarse, es un soldado, un vendedor de pieles, un huérfano criado en un lupanar, es un playboy, un padre de familia, un creativo de éxito. Draper es todos y cada uno de ellos, y a lo largo de las siete temporadas vamos conociendo un poco más, sólo para terminar frente a esa última escena en donde sentimos que volvió a engañarnos. No hay redención posible para Don, el final se cierra sobre la historia y la sonrisa que parecía paz interior se desdobla en un nuevo revés: Draper se sale con la suya, se reinventa y, como siempre, cae bien parado, incluso en medio del caos.

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